Un
día la Muerte se aburrió de la soledad que poblaba su reino, de los segundos
eternos y del vacío encerrado en su mirada. Sólo por un día quiso sentir el
calor del sol, la frescura del agua y la independencia del viento. Por lo que dejó
su cuerpo etéreo, se vistió de mujer y abandonó las tinieblas del olvido, para
aventurarse a un reino que hasta entonces le era desconocido: “la Vida”.
Aquella experiencia le resultó excitante. Por primera vez,
la más eterna de las entidades, aquella que nunca hizo distinción entre lo
mortal y lo divino, supo lo que era tener un cuerpo físico, plagado de
sensaciones nuevas, sudores, aromas y palpitaciones. Nunca antes su reino le
había parecido tan frío y desolado, ni la oscuridad tan intimidante. Sus ojos
clamaban por un poco de luz, sus pulmones por la energía del cielo, su estómago
por alimento, y su corazón por sangre.
Rompió el sello que le regalase alguna vez el Padre Tiempo,
y abrió el umbral que la separaba de los seres vivos. Salió del abismo más oscuro
del hades, y se encaminó a la vida, dejando tras de sí a las sombras del Tártaro,
y una sola promesa: “volveré”. Algo que hasta la fecha no ha hecho.
Desde entonces camina entre los mortales, como si fuera una
de ellos; llora, ríe, sufre, goza, se enamora, odia, sueña, en fin, ha
experimentado casi de todo.
Ahora ella ya sabe lo que significa sentir el calor del sol
sobre su piel desnuda, la suavidad de la arena bajo sus plantas, la rebeldía
del viento acariciándole el pelo, el sabor de los alimentos, el olor de la
hierba fresca, el perfume de las flores al amanecer, el sonido de las olas, el
canto de las aves, el crujir de las hojas secas bajo sus pasos, la textura de
la madera, y el agua escapándose entre sus dedos, pero ignora el más preciado
de sus dotes.
Sin importar cuántos corazones toque, cuántas mentes
altere, cuántos labios roce, ni cuántos cuerpos pruebe, sigue sin sentir
aquello que muchas de sus parejas mortales han experimentado, muy a pesar de
ellos; su propio veneno: “el frío beso de la muerte”.
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