Hoy
te has apoderado de mi memoria; resulta que tenía que enviar un paquete por
correo, y como la oficina postal más cercana a mi domicilio se encuentra en la
Ciudad Universitaria, no dudé en acudir a ella, aunque era consciente de que volver
a visitar ese lugar, traería a mi mente más recuerdos de los que pudiera
imaginar.
Ahora es más fácil cruzar el
circuito escolar, pues han colocado semáforos, por lo que ya no hay que
“torear” a los autos para atravesar la calle, aunque no faltan los jóvenes que
se arriesgan, pese a que la luz roja les pida lo contrario; tal vez piensen que
llegar a tiempo es más importante que llegar con vida.
Siguen vendiendo libros, suéteres y
camisetas en los andadores, sólo que ahora también ofrecen audífonos,
accesorios para dispositivos móviles y teléfonos celulares. En eso también yo
he cambiado, ya que antes recorría estos mismos pasillos entre murmullos,
barullo y el sonido ambiental haciéndome compañía, en tanto que ahora lo hago
con mi propia banda sonora en los oídos.
El edificio de posgrado está igual
de lúgubre que siempre, tal vez sea el único de la Universidad que sólo tiene
un mural, cuando el resto parece un museo al aire libre. Pero lo que tiene de
apagado ese sitio, lo tiene de luminosa la Biblioteca Central y la Rectoría, no
sólo por los murales que los decoran, sino por la cantidad de estudiantes que
se hacen presentes en sus jardines; desde los que protestan por la imposición
del nuevo presidente, los que denuncian alguna arbitrariedad, ya sea en su
contra o en perjuicio de la clase obrera, hasta los que juegan futbol,
conversan entre el prado, retozan, se aman o lloran, ante la complicidad muda
de un Universo, que por momentos parece haber prescindido de ellos.
En la oficina de correos me han atendido
tan bien como recordaba, a pesar de que ya no soy estudiante, y en menos de
diez minutos ya he entregado el paquete y me encuentro afuera, por lo que vuelvo
a ponerme los auriculares, me acomodo la boina, y regreso a ese mar de
recuerdos, que parecen no querer marcharse.
Sólo por curiosidad, en vez de
regresar por donde vine, decido pasar por mi vieja Facultad. Tan pronto me
aproximo, me recibe una manta que dice “no se permite rendirse”, al tiempo que
el aroma a café y tabaco, desplazan el olor a hierba mojada, e inundan mis
pulmones y memoria.
La mujer que vendía los jugos ya no está, y en lugar del
puesto donde compré mis primeros libros de filosofía, ahora hay un módulo que
ofrece los mismos textos, pero en empaques cerrados.
En aquella esquina, donde esa joven
lee un libro, cuyo título no alcanzo a distinguir, recuerdo que solía esperar
que salieras, para llevarte a comer, tomar un café y acompañarte al autobús.
Cuántas veces me quedé esperando, aún debajo de la lluvia, sólo para verte salir,
tan radiante y sonriente, como la “Verdad” y la “Vida”, lo cual es normal,
después de todo, las tres son mujeres.
La caseta telefónica, en la que
tantas veces llamé a tu casa, aunque tu padre te negara y tu madre me colgara
al escuchar mi voz, sigue tan ocupada como siempre, lo cual me dice que hay
cosas que nunca cambiarán, sin importar el tiempo que pase.
Quisiera entrar a deambular por los
pasillos de la Facultad, pero no puedo, no tengo tanto tiempo, y ya he perdido
demasiado con este viaje al pasado, que si bien ha valido la pena, pienso que a
veces lo mejor es dejar “el ayer” en la memoria.
Cada vez me alejo más, la Facultad
está a mis espaldas, y enfrente tengo aquel pasadizo que comunica el circuito
escolar con la avenida, el cual sigue rodeado de maleza, como siempre. Recuerdo
que hacíamos hasta media hora en atravesarlo, cuando en realidad no es tan
largo. Tal vez porque nos distraíamos intercambiándonos miradas, caricias,
abrazos, besos, experiencias, sueños y proyectos; los cuales nunca concretamos.
Sigo mi camino, y entre las miles de
conversaciones sin sentido que mantuvimos aquí, y que bombardean mi mente en
este momento, una en especial atrapa mi atención; la vez que me dijiste que
había tanta vegetación en este lugar, y era tan sínica la negligencia de los
jardineros, que uno podría matar a cualquiera y esconder su cadáver entre las
rocas y los helechos, sin que jamás dieran con él.
Entonces me detengo, fijo la vista justo en medio de la
maleza, y me pregunto si aún seguirás ahí, o ya habrán dado contigo, o con lo
que quede de ti.
te felicito... me encanta tu forma de narrar y tu prolifera imaginación...
ResponderEliminarMuchas gracias gentil dama de las letras.
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