martes, 30 de octubre de 2012

El encuentro


Un día, mientras esperaba el trolebús en el paradero, un hombre de no más de cincuenta años se acercó, se paró a mi lado y me extendió su mano.

            –Tal vez no me reconozca, incluso yo dudo saber quién soy. No tengo nombre, ni nacionalidad. De hecho no me queda nada, ni cordura o motivo para seguir con vida. Es más, hasta ignoro qué es lo que hago aquí. 

            –Lo siento, pero no comprendo lo que me dice, tal vez me confunde con otra persona –le dije, tratando de calmarlo un poco.

            –No. Tal vez desvaríe, pero de una cosa estoy seguro, es usted a quién busco. Después de todo, fue usted quién me quitó a mi familia, me condenó a la muerte, y de paso hizo lo mismo con todo lo que me rodeaba. 

            –Perdón, pero sigo sin entender –le repliqué.

            –Eso veo, pero tal vez esto le aclare un poco más las cosas –me dijo, sacando de su abrigo un viejo revólver.

            – ¡Ah! Esto es un asalto. Me lo hubiera dicho antes y así nos habríamos evitado todo este drama. 

            –No, hasta donde yo sé, no soy un delincuente, o al menos aún no. Esta arma es lo único que me mantiene cuerdo; porque representa el poder sobre mi propia existencia. Yo soy quien define mi vida y no usted, aunque en el fondo sepa que eso no es verdad –dijo y volvió a guardar la pistola.

            –Disculpe mi necedad, pero sigo sin comprender. ¿Quién es usted?

          –Ya le dije que no tengo nombre, usted no me dio ninguno, sólo me identificó como “el bibliotecario”, en una de sus historias: “Los últimos” –dijo y me quedé mudo.

–Veo que su memoria ha mejorado –agregó ante mi silencio.

            –Eso es imposible, pero en el muy remoto caso de que usted sea quien dice ser, no podría estar aquí; su mundo estaba llegando a su fin, y si bien esta realidad no goza de una excelente salud, aún no alcanzamos los niveles de destrucción de la suya.

            –Tal vez aún no. Pero tiene razón. Como le había dicho antes, ignoro por qué estoy acá. Aunque quizás sea usted “el motivo”; tal vez es tiempo de que me vea a los ojos y me expliqué porque hizo de mi vida un Infierno. 

            –Sólo es una historia, dramatizada al límite, con el único objeto de dejar un par de puntos en claro: “La vida es frágil” y “Sin importar lo qué ocurra, la elección de seguir o dejarse vencer radica en uno mismo”.

            – ¿Y para eso tuvo que matar a mi abuelo, a mi padre, esposa e hijo? –inquirió, apretando los puños.

            –Yo no te quité nada, porque tú no existes, salvo entre mis letras. Pero suponiendo que no fuera así, y en efecto yo hubiera arruinado tu “vida”, también fui yo quien te la dio. Yo fui quien te presentó a Linda, tu esposa, quien dejo que conocieras a Bruno, tu hijo, y quien te describió como un hombre invencible, no porque fueses indestructible, sino porque nunca te diste por vencido. En fin, sin mí no existirías. ¿Qué hubieras preferido? Te he dado una vida más larga que la mía, y llena de experiencias, tan buenas como malas.

            –Pero al final me matas.

            –No, yo nunca te mato. De hecho, tú final es abierto; es el lector quien determina tu futuro, así como tú imaginaste el desenlace de aquella novela que te impactara de joven, de la cual seguramente también extrajiste este revólver. Es más, siguiendo la misma lógica, y anexando el hecho de que estás parado frente a mí, bien podrías cambiar la historia, al menos en lo que te compete; volver y advertirle a tu padre sobre el accidente, o imponerte a tu hijo, e ir por el parque antes de dejar en el correo las cartas que les hiciera a sus abuelos. Tal vez pudieras hablar con Ángela, y convencerla de ir contigo y su familia al refugio, incluso podrías contactarla aún antes de conocer a Linda, arreglar las cosas entre ustedes, y seguramente Bruno no habría nacido. O sólo podrías haberte volado los sesos desde un inicio –le dije y al parecer no le agradó, porque volvió a sacar el revólver y me encañonó.

            –Debería matarte en este momento. Pero no puedo.

            –Sí puedes, de hecho podrías hacer cualquier cosa; regresar en el tiempo y vivir eternamente tu encuentro con Linda, o el nacimiento de tu hijo, sin un mañana oscuro, sin dudas ni pesares. Podrías ser inmortal, volar, salvar a la humanidad, o condenarla, en fin, puedes ser lo que quieras, aunque el que lo quiera sea yo –le dije y bajó el arma.

            – ¿A qué te refieres?

            –Tú eres ficción, si tu personaje no me hubiese agradado, desde antes del segundo capítulo te hubiera cambiado, y tal vez ahora una mujer sería la que me estuviera amenazando con un revólver. Pero aquí estás, y ¿sabes algo?, yo me iré y tú seguirás aquí; cada vez que alguien lea tu relato, volverás a latir, sentir, amar y sufrir. Yo no; tan pronto se termine mi historia, no me espera nada, o al menos “eso” es lo que deseo encontrar. Tal vez alguien me recuerde, pero será por ti y los tuyos: “El héroe”, “El enterrador”, “El lobo”, “Don Justo”, “Adriana”, etcétera. Cada vez que alguien los lea, volverán a nacer, tendrán mil caras, quizás hasta un nombre y, en tu caso particular, un desenlace distinto. En tanto que a mí sólo me espera la oscuridad y la muerte, en el mejor de los casos entre los brazos de mi mujer y musa, pero nada más. Lo cual está bien, de hecho es lo mejor. Ustedes serán mi legado, lo único en este mundo que sé con certeza, que si no hubiera nacido tampoco existiría; todo lo demás sí, por lo que le dan un sentido especial a mi vida, sólo eclipsado por lo que siento por la mujer que amo, pero aquello únicamente involucra a dos, en cambio, ustedes son del lector que los hace suyos, por lo que ya no son sólo míos, y vivirán mucho más tiempo que yo –le dije, y él se quedó cayado.

            –Ahora, con su permiso, creo que ahí viene mi trolebús –extendí mi brazo, para que se detuviera el vehículo, pero cuando volví la mirada hacia donde se encontraba el bibliotecario, ya no había nadie.       
              


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