Un
día, mientras esperaba el trolebús en el paradero, un hombre de no más de
cincuenta años se acercó, se paró a mi lado y me extendió su mano.
–Tal vez no me reconozca, incluso yo
dudo saber quién soy. No tengo nombre, ni nacionalidad. De hecho no me queda
nada, ni cordura o motivo para seguir con vida. Es más, hasta ignoro qué es lo
que hago aquí.
–Lo siento, pero no comprendo lo que
me dice, tal vez me confunde con otra persona –le dije, tratando de calmarlo un
poco.
–No. Tal vez desvaríe, pero de una
cosa estoy seguro, es usted a quién busco. Después de todo, fue usted quién me
quitó a mi familia, me condenó a la muerte, y de paso hizo lo mismo con todo lo
que me rodeaba.
–Perdón, pero sigo sin entender –le
repliqué.
–Eso veo, pero tal vez esto le
aclare un poco más las cosas –me dijo, sacando de su abrigo un viejo revólver.
– ¡Ah! Esto es un asalto. Me lo
hubiera dicho antes y así nos habríamos evitado todo este drama.
–No, hasta donde yo sé, no soy un
delincuente, o al menos aún no. Esta arma es lo único que me mantiene cuerdo; porque
representa el poder sobre mi propia existencia. Yo soy quien define mi vida y
no usted, aunque en el fondo sepa que eso no es verdad –dijo y volvió a guardar
la pistola.
–Disculpe mi necedad, pero sigo sin
comprender. ¿Quién es usted?
–Ya le dije que no tengo nombre,
usted no me dio ninguno, sólo me identificó como “el bibliotecario”, en una de
sus historias: “Los últimos” –dijo y me quedé mudo.
–Veo que su memoria ha mejorado –agregó ante mi silencio.
–Eso es imposible, pero en el muy
remoto caso de que usted sea quien dice ser, no podría estar aquí; su mundo
estaba llegando a su fin, y si bien esta realidad no goza de una excelente
salud, aún no alcanzamos los niveles de destrucción de la suya.
–Tal vez aún no. Pero tiene razón.
Como le había dicho antes, ignoro por qué estoy acá. Aunque quizás sea usted
“el motivo”; tal vez es tiempo de que me vea a los ojos y me expliqué porque
hizo de mi vida un Infierno.
–Sólo es una historia, dramatizada al
límite, con el único objeto de dejar un par de puntos en claro: “La vida es
frágil” y “Sin importar lo qué ocurra, la elección de seguir o dejarse vencer
radica en uno mismo”.
– ¿Y para eso tuvo que matar a mi
abuelo, a mi padre, esposa e hijo? –inquirió, apretando los puños.
–Yo no te quité nada, porque tú no
existes, salvo entre mis letras. Pero suponiendo que no fuera así, y en efecto
yo hubiera arruinado tu “vida”, también fui yo quien te la dio. Yo fui quien te
presentó a Linda, tu esposa, quien dejo que conocieras a Bruno, tu hijo, y
quien te describió como un hombre invencible, no porque fueses indestructible,
sino porque nunca te diste por vencido. En fin, sin mí no existirías. ¿Qué
hubieras preferido? Te he dado una vida más larga que la mía, y llena de
experiencias, tan buenas como malas.
–Pero al final me matas.
–No, yo nunca te mato. De hecho, tú
final es abierto; es el lector quien determina tu futuro, así como tú
imaginaste el desenlace de aquella novela que te impactara de joven, de la cual
seguramente también extrajiste este revólver. Es más, siguiendo la misma
lógica, y anexando el hecho de que estás parado frente a mí, bien podrías
cambiar la historia, al menos en lo que te compete; volver y advertirle a tu
padre sobre el accidente, o imponerte a tu hijo, e ir por el parque antes de
dejar en el correo las cartas que les hiciera a sus abuelos. Tal vez pudieras
hablar con Ángela, y convencerla de ir contigo y su familia al refugio, incluso
podrías contactarla aún antes de conocer a Linda, arreglar las cosas entre
ustedes, y seguramente Bruno no habría nacido. O sólo podrías haberte volado
los sesos desde un inicio –le dije y al parecer no le agradó, porque volvió a
sacar el revólver y me encañonó.
–Debería matarte en este momento. Pero
no puedo.
–Sí puedes, de hecho podrías hacer
cualquier cosa; regresar en el tiempo y vivir eternamente tu encuentro con
Linda, o el nacimiento de tu hijo, sin un mañana oscuro, sin dudas ni pesares.
Podrías ser inmortal, volar, salvar a la humanidad, o condenarla, en fin,
puedes ser lo que quieras, aunque el que lo quiera sea yo –le dije y bajó el
arma.
– ¿A qué te refieres?
–Tú eres ficción, si tu personaje no
me hubiese agradado, desde antes del segundo capítulo te hubiera cambiado, y
tal vez ahora una mujer sería la que me estuviera amenazando con un revólver.
Pero aquí estás, y ¿sabes algo?, yo me iré y tú seguirás aquí; cada vez que
alguien lea tu relato, volverás a latir, sentir, amar y sufrir. Yo no; tan
pronto se termine mi historia, no me espera nada, o al menos “eso” es lo que deseo
encontrar. Tal vez alguien me recuerde, pero será por ti y los tuyos: “El
héroe”, “El enterrador”, “El lobo”, “Don Justo”, “Adriana”, etcétera. Cada vez
que alguien los lea, volverán a nacer, tendrán mil caras, quizás hasta un
nombre y, en tu caso particular, un desenlace distinto. En tanto que a mí sólo
me espera la oscuridad y la muerte, en el mejor de los casos entre los brazos
de mi mujer y musa, pero nada más. Lo cual está bien, de hecho es lo mejor.
Ustedes serán mi legado, lo único en este mundo que sé con certeza, que si no
hubiera nacido tampoco existiría; todo lo demás sí, por lo que le dan un
sentido especial a mi vida, sólo eclipsado por lo que siento por la mujer que
amo, pero aquello únicamente involucra a dos, en cambio, ustedes son del lector
que los hace suyos, por lo que ya no son sólo míos, y vivirán mucho más tiempo
que yo –le dije, y él se quedó cayado.
–Ahora, con su permiso, creo que ahí
viene mi trolebús –extendí mi brazo, para que se detuviera el vehículo, pero
cuando volví la mirada hacia donde se encontraba el bibliotecario, ya no había
nadie.
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