Mostrando entradas con la etiqueta Lorena Andrea Corona Andry. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Lorena Andrea Corona Andry. Mostrar todas las entradas

lunes, 14 de enero de 2013

Estambre


Lo supe desde el primer momento en que te vi; tan altiva y soberbia, tan lejana y brillante. Sabía que terminaría enredándome contigo, ya fueras tú quien viniera a acurrucarse entre mis garras, o fuera yo quien subiera a ronronear entre tus piernas.

            Sólo es cuestión de tiempo, yo aún tengo mis siete vidas intactas, y estoy dispuesto a apostar ocho de ellas por alcanzarte. Como verás, las matemáticas no son mi fuerte, pero la paciencia sí, y tengo un costal lleno de ella.

            Dicen los necios que eres de queso. ¡Qué absurdo! Ya te imagino mordisqueada por miserables ratones, o derritiéndote en primavera, o sobre una pizza italiana.
           
Dicen los sabios que eres de piedra, aún más ridículo, como decir que los sueños no son de algodón, o que la tierra no tiene un corazón, cuando de buena fuente sé que tiene dos; uno latiendo en mi pecho, y el otro aguardado por mí, justo en tu interior.

Yo sé que ni de queso, ni de piedra, ni nada de eso, porque desde que te vi, supe que sólo podías estar hecha de un blanco, majestuoso, suave y esponjoso estambre.   

 

martes, 30 de octubre de 2012

Miedo


Cuando el mundo se pone en nuestra contra, podemos hacerle frente hasta perecer, doblegar las manos y rendirnos, o tomar las riendas de nuestra vida y enfilarnos al despeñadero, con tal de no dejar que sea él quien determine nuestro final. 

Un día de esos, en los que las preguntas iban más allá de lo aceptable, y el destino buscado parecía cada vez más lejano y confuso, mi percepción de la realidad cambió por completo. En ese entonces mi futuro era más incierto que de costumbre, y la verdad no estaba segura de si me importaba conocer el lugar dónde tendría que llegar, o si quería morir peleando, o preferiría rebanarme las venas, hasta tocar el hueso.

            Nunca había sido una mujer de fe, ni en el sentido religioso o en la vida práctica. Después de múltiples traiciones y engaños, había aprendido a no confiar en nadie, y no esperaba lo contrario del resto. No sé si eso me había convertido en un ser despreciable, o sólo en una superviviente más. Sin embargo, justo en el momento en que sentía que el mundo se había empeñado en hacer de mi vida un pequeño infierno, no encontré un lugar más acorde que una vieja iglesia, para descargar mi impotencia.

            No creo en Dios, y nunca había orado ante ninguna de sus representaciones, pero eso no fue ningún impedimento para que me acercara a la imagen de la virgen, y me derrumbara a sus pies. No sé si lo hice por desesperación, o porque vi en ella a una mujer que no me habría de juzgar, ni me preguntaría nada.

            El caso es que permanecí arrodillada y en silencio, sin hacer algo para evitar que mis lágrimas se escaparan y golpearan contra el suelo, como una cruel metáfora de mi lastimera existencia.

            En eso, un sacerdote me tocó el hombro, y yo volteé sobresaltada.

            –No tengas miedo jovencita –me dijo, con una voz grave y tranquila.

          –Perdón Padre, no lo había visto –le dije, mientras me incorporaba, tratando de secarme las lágrimas.

            –No te preocupes hija. Estás en la casa de nuestro Señor. Aquí es donde los perdidos encuentran la paz que tanto han buscado, y no creo que tú seas la excepción. Mira a aquella mujer que reza y besa su rosario. O aquel hombre que se arrodilla frente al Cristo. O los demás que aguardan pacientemente que empiece la misa. Todos ellos han venido acá en busca de consuelo, y lo han encontrado, como tú lo harás –me dijo con una sonrisa.

            –Padre…, no me asuste, en la iglesia sólo estamos usted y yo… –le repliqué nerviosa. 

            –No hija, de hecho ni siquiera estás tú –dijo y se desvaneció en el aire.

            Desde entonces sigo aquí, como una sombra más entre los rincones, sin más memoria de mi existencia pasada, que el recuerdo de mis manos y rodillas temblorosas, en el momento en que decidí terminar con mi vida.   

Querido diario


Querido diario…

Sé que hace mucho tiempo que no comparto nada contigo, pero es que hoy dista mucho de ser el mejor de mis días. Sabía que habría momentos como este… No, de hecho jamás contemplé este escenario como una opción. Sé que todas las parejas tienen sus problemas, pero la verdad es que no pensé que un día me habría de sentir tan confundida. El caso es que parece que  esta vez sí tendré que aceptar que la relación con mi marido ya no da para más, y negar la realidad sólo terminará por complicar las cosas.

Ya antes habíamos tenido nuestras discusiones; algunas tan acaloradas que entre gritos y descalificaciones, el tema de la separación nunca tardaba mucho en aparecer. Pero nuestro amor siempre demostró ser más fuerte, por lo que la mayoría de nuestras diferencias terminaban reconciliándose en el colchón. Pero algo me dice que esta vez no habrá regreso, y quizás sea lo mejor, porque la vida a su lado es imposible.

Me siento devastada; él era mi mundo, pero me imagino que eso es lo que me saco por depositar “tanto” en una sola persona. No es que no se lo mereciera, de hecho él era tan mío como yo suya, Pero tal vez hicimos mal en perder la individualidad cuando decidimos ser una pareja, o como solíamos decir: “dos contra el mundo”. 

La mezquindad nunca fue un factor entre nosotros; desde nuestras pláticas, caricias y besos, hasta nuestros juegos de amor, él sabía que yo era su cáliz, y su pasión mi vino. Pero así es la vida, aunque nunca pensé que lo que había entre los dos fuera a terminar de esta manera. 

Confío en que algún día podré superar todo lo que pasó entre nosotros. No recordaré los momentos mágicos que viví a su lado, ni la pesadilla que sucedió hoy. Tal vez hasta un día olvidaré su mirada, su voz, su tacto, sus labios, en fin, quizás ni recuerde haberlo conocido. Su nombre no significará nada, y su existencia sólo será una laguna vacía en mi memoria. 

Ahora lo veo imposible, pero quizás un día hasta consiga olvidar dónde escondí la pistola, o el lugar dónde enterré su cadáver. 

miércoles, 30 de noviembre de 2011

La herida

Cuando te conocí nunca pensé que terminaríamos de esta manera. Todos decían que éramos la pareja perfecta, e incluso llegué a pensar que nada ni nadie podría separarnos nunca. Pero la realidad me restregó la verdad en la nariz, dejándome una herida de muerte en el pecho, y una marca indeleble en mi consciencia.

            Después de ser inseparables, comenzó tu abandono y tus ausencias de casa, cada vez más prolongadas. Al principio sólo por unos días, pero poco a poco esos días se volvieron semanas.

La cosa no cambiaba cuando estabas a mi lado, pues podíamos estar en la misma habitación por horas, sin que me platicaras algo, me voltearas a ver, o al menos buscaras tu rostro en mi mirada.

Yo me esforzaba por llamar tu atención, pero todo parecía inútil; algo más te había arrebatado de mí. Ya no eras el mismo y empecé a aceptar la posibilidad de que hubieras encontrado a otra mujer.

             Cada vez te veía menos y yo ya no sabía si agradecer tu presencia apática y desentendida, o clamar por que tu ausencia se tornara en algo definitivo. Hasta el día en que me dijiste que ya no volverías; que no te esperara despierta, pues no pensabas regresar nunca más a mi lado.

Entonces estallé; todo ese amor frustrado y rencor reprimido, lo dejé escapar en un alegato que quizás debí haber contenido para siempre en mi corazón. Te reproché tu egoísmo y prepotencia, te amenacé con matarme si te atrevías a dejarme sola, te advertí que buscaría a la “zorra” que te había alejado de mí, para decirle la clase de “hombre” que en realidad eras…

¡Así es! Te dije que hablaría con “la otra”, ésa “perdida” que había separado nuestras vidas y arruinado nuestra unión; nuestra familia.

            Tú no dijiste nada, sólo pusiste una mueca que quiso pasar por sonrisa, y me diste la espalda. No era la primera vez que te marcharas dejándome con la palabra en la boca, por lo que tu actitud cobarde no me sorprendió ni un segundo.

Pero antes de abrir la puerta para largarte de una buena vez, te me quedaste viendo y me dijiste que “la otra” era yo, y que lo único que hacías era volver con tu esposa y tu verdadera familia.

            Eso me dejó helada, asqueada y confundida. Me habías mentido por todos estos años, usado como si fuera una “mujerzuela”, y ahora me dejabas sola, rendida y humillada. Eso lo explicaba todo, pero tú no te quedaste a darme al menos una razón para tal engaño. Sólo saliste y cerraste la puerta tras de ti.

            Todo me daba vueltas, pero aún así pude recordar el lugar donde guardabas tan descuidadamente tu arma, y la busqué con la intención de quitarme la vida. Ya no le veía caso cuidarla por más tiempo, si ya no te tenía a mi lado. Era absurdo, pero a pesar de tu abandono, te seguía amando como una tonta.

            Nunca antes había tenido una pistola entre mis manos, por lo que no sé cómo le quité el seguro, pero el caso es que tiré del gatillo y “¡Bang!”

            La bala quebró el ventanal de la sala y el ruido me dejó sorda por un par de minutos. Sólo era cuestión de volver a cargar y apuntar ahora a mi cabeza. Apoyé el cañón contra mi sien, pero me temblaba la mano. Entonces lo metí en mi boca, para asegurarme de la letalidad del tiro. Pero no pude, simplemente no respondían mis dedos. Y después de un tiempo, desistí.

            Sin ganas de vivir, pero con más miedo aún de haber pensado por un instante en quitarme la vida, me asomé por la ventana rota. No sé si buscando tus huellas en la nieve, o para armarme de valor al notar tu ausencia definitiva. Pero entonces te vi; tirado entre el pasto nevado, con una herida en la espalda, seguramente provocada por la misma bala que destrozó el ventanal.           

Fue tanto mi horror de saberte muerto, que dejé caer el revólver y solté un grito que me dejó muda. Después sólo sentí un fuerte impacto en mi pecho, las rodillas se me doblaron, me faltó fuerza y me vine abajo.

El arma se había accionado al golpear contra la alfombra, y esa bala que hasta hace un instante deseé que terminara con mi vida, se entregó sin tardanza e hizo realidad mi mortal deseo.

            La nieve sigue cayendo y el frío que se cuela por el cristal roto me abraza con tanto desdén, que casi puedo asegurar que eres tú quien me acaricia. Siento que me congelo, mientras la tibieza de mi sangre se escapa de mí cuerpo, dejándome vacía y sin vida, como lo hicieras tú hace sólo unos minutos. Incluso el tiempo parece avanzar más despacio.

Puede parecer absurdo, pero pienso que quizás algún día encuentren mi cadáver y busquen sin descanso a mi asesino. Pero sé bien que no podrán dar contigo, al menos no mientras siga nevando de esta manera. Tu sangre se contendrá con el hielo y hasta que llegue la primavera no sabrán que sigues aquí; muerto en el jardín, donde te asesiné yo primero.