miércoles, 30 de noviembre de 2011

La herida

Cuando te conocí nunca pensé que terminaríamos de esta manera. Todos decían que éramos la pareja perfecta, e incluso llegué a pensar que nada ni nadie podría separarnos nunca. Pero la realidad me restregó la verdad en la nariz, dejándome una herida de muerte en el pecho, y una marca indeleble en mi consciencia.

            Después de ser inseparables, comenzó tu abandono y tus ausencias de casa, cada vez más prolongadas. Al principio sólo por unos días, pero poco a poco esos días se volvieron semanas.

La cosa no cambiaba cuando estabas a mi lado, pues podíamos estar en la misma habitación por horas, sin que me platicaras algo, me voltearas a ver, o al menos buscaras tu rostro en mi mirada.

Yo me esforzaba por llamar tu atención, pero todo parecía inútil; algo más te había arrebatado de mí. Ya no eras el mismo y empecé a aceptar la posibilidad de que hubieras encontrado a otra mujer.

             Cada vez te veía menos y yo ya no sabía si agradecer tu presencia apática y desentendida, o clamar por que tu ausencia se tornara en algo definitivo. Hasta el día en que me dijiste que ya no volverías; que no te esperara despierta, pues no pensabas regresar nunca más a mi lado.

Entonces estallé; todo ese amor frustrado y rencor reprimido, lo dejé escapar en un alegato que quizás debí haber contenido para siempre en mi corazón. Te reproché tu egoísmo y prepotencia, te amenacé con matarme si te atrevías a dejarme sola, te advertí que buscaría a la “zorra” que te había alejado de mí, para decirle la clase de “hombre” que en realidad eras…

¡Así es! Te dije que hablaría con “la otra”, ésa “perdida” que había separado nuestras vidas y arruinado nuestra unión; nuestra familia.

            Tú no dijiste nada, sólo pusiste una mueca que quiso pasar por sonrisa, y me diste la espalda. No era la primera vez que te marcharas dejándome con la palabra en la boca, por lo que tu actitud cobarde no me sorprendió ni un segundo.

Pero antes de abrir la puerta para largarte de una buena vez, te me quedaste viendo y me dijiste que “la otra” era yo, y que lo único que hacías era volver con tu esposa y tu verdadera familia.

            Eso me dejó helada, asqueada y confundida. Me habías mentido por todos estos años, usado como si fuera una “mujerzuela”, y ahora me dejabas sola, rendida y humillada. Eso lo explicaba todo, pero tú no te quedaste a darme al menos una razón para tal engaño. Sólo saliste y cerraste la puerta tras de ti.

            Todo me daba vueltas, pero aún así pude recordar el lugar donde guardabas tan descuidadamente tu arma, y la busqué con la intención de quitarme la vida. Ya no le veía caso cuidarla por más tiempo, si ya no te tenía a mi lado. Era absurdo, pero a pesar de tu abandono, te seguía amando como una tonta.

            Nunca antes había tenido una pistola entre mis manos, por lo que no sé cómo le quité el seguro, pero el caso es que tiré del gatillo y “¡Bang!”

            La bala quebró el ventanal de la sala y el ruido me dejó sorda por un par de minutos. Sólo era cuestión de volver a cargar y apuntar ahora a mi cabeza. Apoyé el cañón contra mi sien, pero me temblaba la mano. Entonces lo metí en mi boca, para asegurarme de la letalidad del tiro. Pero no pude, simplemente no respondían mis dedos. Y después de un tiempo, desistí.

            Sin ganas de vivir, pero con más miedo aún de haber pensado por un instante en quitarme la vida, me asomé por la ventana rota. No sé si buscando tus huellas en la nieve, o para armarme de valor al notar tu ausencia definitiva. Pero entonces te vi; tirado entre el pasto nevado, con una herida en la espalda, seguramente provocada por la misma bala que destrozó el ventanal.           

Fue tanto mi horror de saberte muerto, que dejé caer el revólver y solté un grito que me dejó muda. Después sólo sentí un fuerte impacto en mi pecho, las rodillas se me doblaron, me faltó fuerza y me vine abajo.

El arma se había accionado al golpear contra la alfombra, y esa bala que hasta hace un instante deseé que terminara con mi vida, se entregó sin tardanza e hizo realidad mi mortal deseo.

            La nieve sigue cayendo y el frío que se cuela por el cristal roto me abraza con tanto desdén, que casi puedo asegurar que eres tú quien me acaricia. Siento que me congelo, mientras la tibieza de mi sangre se escapa de mí cuerpo, dejándome vacía y sin vida, como lo hicieras tú hace sólo unos minutos. Incluso el tiempo parece avanzar más despacio.

Puede parecer absurdo, pero pienso que quizás algún día encuentren mi cadáver y busquen sin descanso a mi asesino. Pero sé bien que no podrán dar contigo, al menos no mientras siga nevando de esta manera. Tu sangre se contendrá con el hielo y hasta que llegue la primavera no sabrán que sigues aquí; muerto en el jardín, donde te asesiné yo primero.             

Civilizados

Leyendo el periódico y con el café enfriándose, un hombre le platica a su esposa una nota que le ha llamado la atención:

            –Fíjate amor que aquí dice que han encontrado una tribu de salvajes en el norte. Son como nosotros, pero de ninguna manera comparten nuestras creencias y costumbres. ¡Imagínate nada más! Estando en el pináculo de la cultura, éstos cazan a otras personas para comer.

            –¡Ay! No sigas más, te lo pido por favor. Bien sabes que no me gusta hablar de esas cosas en la mesa. Eso déjalo para la tarde, o para antes de ver las noticias de la noche.

            –Sólo deja que te cuente esta parte. Estos salvajes salen por las noches a capturar a sus víctimas, las desollan vivas y se las comen crudas. No distinguen si son hombres, mujeres o infantes, para ellos son todo lo mismo.

            –¡Bueno! ¡Te vas a callar de una vez! Has conseguido que me den nauseas y bien sabes lo delicada que soy con el estómago. Es increíble que me cuentes eso. Busca otra nota, platícame algo agradable, léeme un artículo que después pueda compartir con mis amigas al medio día o con los chicos a la hora de la comida.

            –¡No te pongas así! Te cuento esto porque me resulta sorprendente. ¿O no te parece impactante saber que ahora, que somos capaces de tantas maravillas tecnológicas, en el mundo sigan habiendo personas así de incivilizadas?

            –Eso te enseñará a valorar lo que tenemos.

            –Indudablemente.

            –Es sorprendente que estos pobres tengan que hacer eso con otras personas, pudiendo ir al mercado y comprar su carne humana como nosotros. 

            –O conservar a los niños como mascotas, al menos hasta que dejen de serlo.

            –Eso no me parece tan buena idea. Ya ves nuestra hija, que se encariñó tanto con el último niño, que después no quiso ni probarlo cuando lo preparé para la cena.

            –Tienes razón.

            –Aunque no la culpo, se ven tan lindos así de chiquititos e indefensos, casi como gatitos, pero mucho más sucios.   

El gallo

Benjamín es un buen hombre, noble y trabajador, que vive de lo que le da la tierra y los pocos animales que cría en ella. Está felizmente casado con Sara, y juntos procrearon a un dulce y alegre niño, de nombre Roberto como su abuelo paterno. La tierra es generosa y los frutos tan bondadosos como las ganancias obtenidas por la leche, lana y carne de sus animales.

Pero no siempre las cosas han sido así, de hecho a sólo unos días de que Sara diera a luz a Roberto, todo parecía ir cuesta arriba y empeoraba día a día. La sequía había sido más prolongada de lo esperado, y el invierno más crudo que nunca, por lo que todo lo que no murió por el frío, ahora se moría de sed. Mas lo peor no era eso, pues Sara había caído enferma, con altas temperaturas y sangrados constantes. Los médicos de la región no sabían qué hacer y el pronóstico era muy desfavorable. Benjamín estaba desesperado. No tenía dinero para buscar una solución para su esposa en otra parte, y el tiempo se le venía encima.

En ese entonces todos en el pueblo sabían del gran chamán que vivía en la montaña. Se decía que nunca le negaba sus servicios al que lo necesitara, siempre y cuando fuera una sanación, un trabajo de protección o de buena fortuna, y nada que implicara dañar a alguien. El cobro por sus habilidades siempre había sido un misterio, pues en una comunidad tan religiosa como la suya, no era bien visto que se acudiera a este tipo de personas, de tal suerte que quienes lo consultaban lo hacían en secreto, y evidentemente se negaban a dar detalles. Sin embargo no faltaban los rumores, desde que el chamán se cobraba con sangre, hasta que el precio era la vida del primogénito del que fuera a buscar su ayuda, o incluso con su alma, ya que no faltaba el que aseguraba que el viejo era la encarnación del Diablo.

Todo lo que decían del chamán aterraba a Benjamín, pero él no sabía a quién más acudir. Además, existía la posibilidad de que todos esos rumores no fueran más que eso; exageraciones, engaños, o sólo cuentos para asustar a la gente, para que éstas no acudiera a la montaña en pos de aquel viejo.

Sin mucho qué pensar, Benjamín dejó a su esposa en las manos de su madre, y se encaminó a la montaña a visitar al chamán. Consigo, además de unas cuantas monedas, llevaba una pequeña imagen de la Virgen de Guadalupe, y un “ojo de venado”, por si las dudas.

El camino era complicado, entre barrancas, piedras filosas, y un terreno que por momentos parecía desmoronarse a cada paso. Además del fantasma de la duda: “¿Y si todo lo que decían del chamán era verdad? ¿Y si el viejo de la montaña no era sino el mismísimo diablo?”

Para entonces todo le parecía factible a Benjamín, incluso los más descabellados rumores, como que el chamán era un “Nahual” y podía transformarse a voluntad en cualquier animal que quisiera, siendo de esta forma mucho más efectivo que como ser humano.

Sin poder borrar ninguna posibilidad de su cabeza, y menos aún la razón por la que pudiera estar arriesgándolo todo, llegó hasta una vieja choza, la vivienda del chamán.

Con miedo, pero decidido a no dar marcha atrás, se anunció y pidió permiso para entrar, sin obtener respuesta. Repitió lo mismo por unas cinco veces, hasta que le pareció escuchar el canto de un gallo. Inseguro y temeroso, Benjamín vio por última vez la imagen de la virgen y entró.

Adentro no había nadie, salvo un gallo de plumaje rojo y bastante grande. Consiente de lo que se decía del chamán, Benjamín se aproximó al gallo, el cual no se vio amedrentado en ningún momento y mantuvo su mirada fija en el atemorizado visitante.

–Señor, me he atrevido a entrar en su morada para buscar su ayuda. Mi esposa está muy enferma y nuestro hijo sigue en su vientre. Los médicos del pueblo no saben cómo remediar sus males y el sacerdote no ha logrado consolarme ni un poco. ¡Ayúdeme usted! ¡Se lo suplico! Mis tierras se están muriendo y los animales también. No tengo dinero y lo único que me quedan son estas cuantas monedas –dijo Benjamín, metiendo la mano en su bolsillo y apunto de ofrecerle el dinero al gallo.

Entonces el animal hizo una señal de desaprobación, pataleó el suelo y cantó, hasta que Benjamín soltó las monedas, aún en su bolsillo. Después el gallo caminó muy despacio y volvió a cantar, pero ahora mirando hacia la entrada.

El hombre se sentía destrozado. Su última esperanza parecía haberle fallado y ahora lo estaba echando de la choza. Pero no dijo nada, sólo se despidió con una reverencia y se marchó de ese lugar.

Vencido y desanimado, Benjamín regresó a su casa, pero algo ya había cambiado ahí; el campo ya no estaba seco, pues la primera lluvia de la temporada había caído y los cultivos parecían darle la bienvenida con unos cuantos brotes verdes. Los animales ya no estaban sedientos y las nubes indicaban que llovería otra vez. Entonces el caminante pensó que el chamán lo había escuchado, y corrió a lado de su esposa, para ver que no sólo su mujer ya estaba mejor, sino que su primer hijo estaba por nacer.

El niño nació en perfectas condiciones, y en menos de una semana su madre ya estaba como si nunca la hubiera atacado algún mal. El campo estaba verde y los animales fuertes y sanos como siempre.

Para todos era claro que había sido un milagro, pero sólo Benjamín sabía de la identidad del causante. Por lo que tan pronto obtuvo la primera cosecha, no dudó en llenar un gran costal con sus mejores semillas, para pagarle al chamán.

El camino a la montaña entonces parecía mucho menos escabroso que la primera vez. Incluso la choza del chamán se veía distinta. Afuera había una hoguera y sentado sobre una piedra estaba un viejo. Benjamín se acercó a él y le entregó el costal.

El viejo pareció sorprendido y le preguntó por qué estaba haciendo eso.

–Porque se lo debo. Hace varias semanas vine a buscar su ayuda y usted hizo más de lo que yo le pedí. No soy un hombre rico, pero se agradecer y pagar mis deudas, por eso estoy aquí y esto es para usted. ¿O acaso le parece poco?

–No, no me lo parece. Pero no puedo aceptarlo, porque yo no he hecho absolutamente nada por usted –dijo el viejo y Benjamín se quedó contrariado.

–Pero yo lo vi, usted estaba convertido en un majestuoso gallo de color sangre, entonces le expliqué mi problema y usted me ayudó; sanó a mi mujer, mi hijo está bien, y mis tierras han vuelto a dar frutos –replicó Benjamín.

–¿Hace unas semanas dice usted? Un gallo rojo… ¡Ah, claro! El animal me lo regaló un paciente. En verdad que era majestuoso, y estaba, mmm… delicioso.             

jueves, 24 de noviembre de 2011

La idea

Al principio sólo era una idea, un proyecto que bien hubiera podido llevar al cabo o dejar pasar. Quizás debí hacer lo segundo; olvidar tu mirada y seguir con mi existencia… sin ti, pero no pude... ¿Cómo podría? Habías marcado mi vida y ya era demasiado tarde para cerrar los ojos.

Mi intención nunca fue aprovecharme o lastimarte de alguna manera. Pero dime ahora entonces ¿cómo es que terminamos así? Pronto me meterán a la cárcel y lo que más lamento no es la pérdida de la libertad, sino dejarte ahí… colgada. 

En mi vida tú no eras nadie y en la tuya yo era mucho menos que eso. Si nunca te hubieras aparecido por mi camino, si no existieras o nunca hubiera sabido de ti, nada habría pasado y ninguno de los dos estaría lamentándose ahora, especialmente yo.

Pero no podías hacer eso ¿verdad? No…, tú tenías que aparecer, poner mi mundo de cabeza y sembrar en mi mente esa idea de la que ahora me arrepiento, pero al mismo tiempo repetiría una y otra vez, hasta estar por fin juntos…, o conocer la muerte.

Tú…, siempre tan altiva y ajena, como una diosa que se exhibe ante un puñado de mortales, como si sólo existiéramos para contemplar tu belleza…, tu eternidad…, tu mirada. Palabras que palidecen ante tus encantos y que me obligaron a actuar de un modo tal… que no me enorgullece, pero ¿qué le íbamos a hacer? Tenías que ser mía, de nadie más, y la verdad es que no se me ocurrió otra manera.

Pero ahora ya es tarde. Las cosas no salieron como yo pensaba y he de pagar por mis errores. En este momento me llevan detenido, acusado de un hecho que repetiría un millón de veces. Mientras tú sigues ahí; inmóvil y con esa mirada que me acusa..., me horroriza y a la vez me encanta…  

Ignoro por cuanto tiempo estarás ahí; sola y colgada de ese muro. No sé a cuántos más cautivarás con tu belleza, o mirarás de la misma forma que a mí. Pero te juro que tan pronto cumpla con mi condena he de regresar por ti, mucho mejor preparado y con un nuevo plan bajo el brazo, y entonces… no me podrán detener.

Te sacaré de aquí sin importar cuántas cámaras, o cuántos hombres y bestias resguarden tu sueño, te llevaré conmigo, te sustraeré de este frío y anacrónico museo, para colgarte en mi pared.       

Don Justo

Don Justo solía presentarse todos los días en la misma funeraria, donde hacía varios años velara celosamente el cuerpo de su amada esposa. Portaba un bastón negro y vestía un saco, pantalón y sombrero, todo de color blanco, por lo que era inevitable voltear a verlo cuando aparecía entre ese mar de tonalidades negras. Independientemente de que no hubiera sido invitado al cortejo fúnebre, no conociera al occiso, o ni siquiera hubiera escuchado alguna vez su nombre, don Justo acudía con una corona de flores blancas, sin remitente, para después presentar sus respetos al muerto y sus condolencias a los deudos.

Aunque algunas veces acertaba y terminaba llorando por alguien que sí hubiera conocido en vida, por lo general don Justo no tenía ni la menor idea de por quién lloraba, pero lo hacía de corazón. En estos casos los deudos nunca pensaron mal de él; ya que creían que quizás se trataba de algún pariente lejano, un vecino, un amigo, o un viejo conocido del occiso o de alguno de los presentes. Además, él siempre era muy respetuoso, tanto con los que se iban guardaditos en sus finos estuches de madera o aluminio, como con los que se quedaban esperando su turno.

En cualquier caso, don Justo solía dar el mismo discurso, deteniéndose en lo agradable, generoso y agradecido que era el difunto en vida. Sin importar si el occiso realmente hubiera sido un grosero, tacaño o despreciable ser humano, nadie lo contravenía e incluso le secundaban. No sólo porque no es correcto hablar mal de los muertos, sino porque lo decía tan convincentemente, que muchos creían que él verdaderamente conocía al que se les había adelantado en el camino. 

Los empleados de la funeraria eran testigos mudos, y casi cómplices de don Justo, ya que sabían que él no le estaba haciendo daño a nadie y por el contrario, su actitud parecía reconfortar a los demás. El dueño de la agencia funeraria lo veía como un servicio más, sin costo para los deudos, ni remuneración para el prestador del mismo, pero que marcaba la diferencia con respecto a los demás velatorios.  

Nadie creía que don Justo encontrara placer en el dolor de los demás, más bien pensaban que él hallaba consuelo en la resignación de los otros. O quizás suponían que tal vez su dolor era tan grande que no soportaba vivirlo solo, o su carácter tan generoso que le brindaba a los demás la oportunidad de sanar con él de sus heridas.

A don Justo lo sorprendió la muerte una mañana, en la que estaba solo y sentadito en una silla del salón, donde se velaba a otro ilustre desconocido. Todos se habían ido a enterrar a su muerto, y no se percataron de que aquel agradable hombrecillo de blanco ya no marchaba con ellos.

Como a don Justo nunca se le conoció más familia o amigos que los muertos, el día que se reunió con ellos, la directiva y empleados de la agencia no dudaron en otorgarle sus servicios gratuitamente. Era lo menos que podían hacer por el hombre que se había convertido en emblema de la funeraria.

Al evento acudió más gente de la que esperaban; varios empleados que estaban en descanso, jubilados del velatorio y muchas otras personas, que hasta ese día supieron el nombre de aquel sujeto vestido de blanco que llorara tantas veces a su lado. El salón estaba decorado con decenas de coronas de flores blancas, sin remitente, y hasta el dueño de la funeraria se quedó a velarlo hasta el amanecer.

De eso ya tiene algún tiempo, pero cuentan que don Justo sigue viniendo cada noche a velar a los muertos. Hay quienes lo han visto sentadito y sin hacer ruido en alguna de las sillas, consolando a un deudo o cediendo su lugar a alguien más cansado que él. Ya por las mañanas se vuelve a colocar el sombrero, se acomoda el saco, limpia la punta del bastón con su pañuelo, y se despide con la mano en alto, como augurando que no será la última vez que habrán de toparse con él.