martes, 17 de abril de 2012

La cita

Ella tenía las uñas tan largas, que ya las quisiera tener cualquier personaje de película de terror para una noche de pesadilla. Su mirada era indiferente y al mismo tiempo intimidante, al grado que yo no sabía si era mejor que no me viera, o admitir que mi respuesta natural era mirar hacia el suelo cada vez que nuestros ojos se encontraban. Su voz era imperativa, no podría ser de otra manera, pero yo tenía un objetivo, y no habría de darme por vencido hasta que me dijera que “sí”.

La saludé cordialmente y ella me miró de arriba a abajo, importándole muy poco que me diera cuenta de semejante inspección, es más, estoy seguro de que lo hizo sólo para hacerme sentir incómodo y me fuera sin presentar batalla, pero apreté los dientes, para no cerrar los puños, y le regalé la mejor de mis sonrisas.

Sólo unas cuantas palabras intercambiamos… bueno, la verdad es que no hubo tal intercambio, más bien me limité a responder las preguntas que me lanzaba como cuchillos, no sé si para probarme y cerciorarse de que yo era “el indicado”, o para liquidar mis esperanzas de una buena vez.

Cada pregunta era una daga que apuntaba directamente a matar, pero no lo logró, no por falta de malicia o puntería, simplemente porque llegué bien preparado. No lo digo por alardear, que no es mi estilo. No fue nada fácil, pero sabía que la oportunidad era única y no pensaba desaprovecharla, por lo que desde un inicio llegué con la convicción de que habría de triunfar donde los demás habían fracasado.

Ella no se veía muy feliz, era evidente que su idea era verme derrotado, pero no contaba con ningún elemento para decirme que “no”, al menos con ninguno que no la revelara al mundo tal cual era en realidad; despiadada, prejuiciosa e insegura. Por lo que, con los ojos casi enrojecidos, las venas exaltadas, las pupilas dilatadas, algo sudorosa, y un gesto de profunda desaprobación, no tuvo más remedio que decir: “Está bien, usted es el indicado; el trabajo es suyo”.   

La horda

-I-

Estoy al frente de la organización de los festejos de nuestro tercer siglo de libertad, después de la cruenta invasión de la horda orca. Fue una batalla sangrienta y dolorosa, pero sin ella aún seguiríamos sometidos a esas despiadadas criaturas, que con tal de apoderarse de nuestras verdes y fértiles tierras, fueron capaces de arrasar con nuestra cultura, importándoles muy poco si en el proceso morían mujeres o niños. Por suerte un hombre les hizo frente, el General Dak, quien organizó a nuestras tropas, obligando a los orcos a abandonar estas tierras y regresar al desierto, donde aún están, y según algunos continúan sedientos de venganza.

En ese entonces muchos cuestionaron la decisión del General de no exterminarlos por completo, pero nadie se atrevió a contravenir las órdenes de su salvador, mucho menos cuando dejó claro que su prioridad no era eliminar a esa raza, sino restaurar la paz y seguridad de nuestro pueblo. Sin embargo se alzó una gigantesca muralla, para evitar cualquier futura irrupción enemiga, del mismo modo que se les prohibió a todos los habitantes ir al desierto, por su propia seguridad. De hecho sólo queda un acceso no resguardado a ese lugar, el cual es tan estrecho y peligroso por sí sólo que nadie se atreve a cruzarlo.

Sin duda el estar libres de esta amenaza es algo digno de conmemorar, y si fuera poco ser el coordinador de los festejos, hoy he sido llamado ante la presencia de la última descendiente del General Dak, quien seguramente querrá cerciorarse de que su ancestro sea recordado como se debe.



-II-

Angelina Dak es el único familiar vivo del General, ya es una mujer de edad avanzada, por lo que con su potencial muerte se pondría fin a una de las familias más respetadas de nuestra sociedad. Pese a ello, su vivienda es modesta, al igual que su guardia, que consta de sólo un elemento, quien me escolta hasta sus aposentos y me deja solo con ella, por indicación de la propia Angelina.

            – ¿Entonces es usted el encargado de las celebraciones de este año? –me pregunta.

            –Así es, y créame que es todo un honor estar delante de usted. Le aseguro que el nombre de su ancestro habrá de ser reconocido como se lo merece… –le digo, pero ella me interrumpe con la mano cubriéndome la boca.

            –Eso espero, eso mismo es lo que espero que suceda este año –me dice, al tiempo que me pide que la ayude a levantarse.

            Una vez sentada, toma un vaso de agua de su buró, se toca la cabeza, pero antes de que pueda preguntarle si se siente bien, me pide que vaya hasta una cortina y la descorra para ella. Lo cual hago sin preguntarle nada.

            Lo que mis ojos ven es imposible, pero ahí está: “la armadura del General Dak”, perfectamente conservada.

            Me siento honrado y trato de agradecerle, pero ella me vuelve a detener alzando la mano.

            – ¿No ve nada raro o irregular en esa armadura?

            –No, para nada, es perfecta e imponente, tal y como la describen los poemas épicos que nos enseñan de niños –le respondo emocionado.

            – ¿Y eso no le parece raro? Si ésta es la legendaria armadura del General Dak, cosa que sí es, y él no hizo más que ofrendar su vida con tal de erradicar a los orcos de nuestras tierras, ¿no le parece que debería estar golpeada, abollada, con enmendaduras… o cosas así?

            –Disculpe, pero no entiendo su comentario. ¿Qué quiere decirme con todo esto? –le aclaro.

            –Mire, yo soy una mujer mayor y estoy muy enferma, los médicos no me dan muchas esperanzas de vida y cada minuto que pasa siento a la muerte más cerca de mí. No tengo hijos, ni ningún otro familiar a quien pueda encargarle esta pesada carga, y ya me cansé de mentir –dijo, respiró profundamente y se volvió a sobar la cabeza.

Pero sin darme tiempo de articular palabra alguna, prosiguió:

            –Nunca hubo tal invasión orca, de hecho, éstas nunca fueron nuestras tierras. Nuestro origen está a muchas noches de aquí, más allá del mortal desierto, y más allá del oscuro mar de dunas. No sabría decirle el nombre de nuestro verdadero origen, esa información se ha perdido entre las distintas generaciones, pero sí le puedo asegurar que el General Dak nació en el desierto, donde la vida es dura y escasa, tanto que los hombres, más que hombres son bestias, y como tales, no piden lo que necesitan, sólo lo toman. Estas tierras, verdes y fecundas, eran de los orcos, criaturas instruidas en las artes de la paz; grandes constructores, agricultores y artistas, que no pudieron defenderse de la horda humana, el fatídico día que ésta llegó hasta sus dominios y masacraron a todos, incluyendo a sus crías, sólo para apoderarse de sus tierras. Los grandes palacios, desde los cuales ahora gobierna la familia real, nunca fueron construidos por nosotros, que a lo más que llegamos fue a reforzar la muralla que nos separa de lo que verdaderamente amenazaba nuestra “sociedad”, es decir, “la verdad” sobre nuestro origen –dijo, y yo me quedé tan asombrado, que no soporté escuchar más y salí corriendo de ahí.



-III-

No era posible que todo lo que me dijera la anciana fuera verdad. Seguramente no era la razón, sino algún tipo de demencia senil la que hablaba. Pero lo peor es que no puedo borrar de mi cabeza sus palabras. Tengo que saber la verdad. ¿Pero qué estoy pensando? Su historia no tiene sentido y yo sé la verdad… ¿o no?

            Sólo hay una manera de salir de dudas y es ir al desierto. Sé que está prohibido y que las puertas principales no se abren por ningún motivo. Por lo que tendré que cruzar por el peligroso estrecho. No sé si seré capaz de hacerlo, ni estoy seguro de estar haciendo lo correcto. Puedo ir con la familia real, pero eso podría manchar las festividades.

No hay otra opción. Tengo que ir a ver si hay motivo o no para festejar.



-IV-

Hay una razón por la que el estrecho no tiene guardias; hay tantos escorpiones entre las rocas que no hay hombre u orco que se atreva a pasar por ahí, pero yo tengo que hacerlo.

            Sorprendentemente, los escorpiones huyen al sólo acercarme a ellos. Tal vez la suerte me sonríe, o quizás sólo están aguardando el mejor momento para atacar.

            Me armo de valor y sigo. Tengo que escalar un poco y después descender hasta el escabroso mar de piedras; una defensa natural que hace de esta frontera la más protegida de todas.

Hasta ahora todo bien. Sólo me he llevado unos cuantos rasguños, pero nada grave. En estos momentos cruzo los dedos pidiendo que lo que me dijo la anciana sea verdad, porque de lo contrario seré presa fácil de los orcos; de quienes se dice son capaces de detectar el olor de la sangre humana a kilómetros de distancia.

            Sigo el camino entre las filosas piedras, pero la única amenaza externa con la que me he encontrado, son un grupo de zopilotes que no han dejado de volar sobre mi cabeza. Más adelante parece haber algo colgado de un palo, parece un bulto, un costal… pero no. Es un orco, o al menos lo era, porque es obvio que está muerto, momificado y con una lanza atravesándole por en medio. Nunca había visto uno, pero es tal cual lo narran las historias. Es tan grotesco que la simple idea de pensar que la anciana tenía razón, me parece ridícula. Sus manos son toscas y su aspecto tan fiero, aún estando muerto, que creo que sólo estoy perdiendo mi tiempo. Pero no me detengo y sigo mi marcha.



-V-

No sé cuánto he caminado, ni sé que fuerza me motiva a seguir adelante, seguramente la insensatez. Pero a punto de darme por vencido y volver antes de que la noche me sorprenda en este lugar, alcanzo a ver una construcción, tan burda que sólo puede ser una vivienda orca. Luce abandonada, de hecho es más bien una ruina, por lo que no me detengo a pensarlo y sigo adelante.

            Lo que ahí encuentro me desconcierta un poco, ya que sólo hay utensilios humanos. Después de todo, tal vez no sea una vivienda orca, sino de algún nómada o ermitaño, tan insensato como yo, que se internó demasiado en el desierto.

            Salgo de la vivienda, y el viento devela ante mí algo que la arena mantenía oculto; las ruinas de una ciudad, demasiado familiar para ser orca.

No puedo creer que la anciana tuviera razón y todo lo que he aprendido no sea más que una mentira. El cuerpo me vibra y siento que todo me da vueltas. No sé si será por el sol, la falta de agua, la insoportable verdad, o algo peor, por el hecho de que en realidad esté pensando en marcharme de aquí y hacer como si no supiera nada.

            Si esto se llegara a saber, sería el fin de nuestra civilización. No puedo permitir eso. Por lo que emprendo el camino de regreso, con una idea que no me enorgullece, pero que sé que debo concretar antes de que sea demasiado tarde, o alguien más se entere.



-VI-

Llego al estrecho un poco antes del anochecer, y ahora los escorpiones parecen mucho más interesados, pero no es en mí, sino en el cadáver orco que traigo arrastrando conmigo. Cuento con ello, por lo que le arranco una mano para entretener a estas criaturas, quienes se arremolinan a él y me dejan pasar sin hacerle caso a mis heridas.

            Todo está en calma y la ciudad parece vacía, por lo que nadie me ve entrar con mi cadavérica carga. Sé lo que tengo que hacer, pero aún necesito ordenar bien mis ideas, para no cometer ningún error; Angelina Dak debe morir y debe parecer obra de los orcos.

            La calle donde se localiza su vivienda está tan desolada como el resto, es notorio que la mayoría de la gente está ocupada con los preparativos del festejo. Al cadáver lo dejo escondido tras un árbol, y me presento ante el guardia de la familia Dak. Ahora agradezco que sea sólo uno.

Le digo que tengo que ver a su Señora, que es urgente y no puedo esperar hasta mañana.

Él no parece muy convencido, pero se comunica con ella y al poco rato me deja pasar, escoltándome nuevamente hasta sus aposentos.

Ella se ve complacida y le pide al guardia que se retire.

–Ya fue a confirmar mi historia al desierto ¿no es así? –pregunta.

–Así es.

–Entonces si ha venido hasta aquí usted solo, es porque viene a asesinarme ¿o me equivoco? –me dice con una seguridad, que me hace suponer que ella ya lo tenía planeado de esa manera desde un inicio.

–En el cajón tengo un arma, pero no puede hacer uso de ella porque sabrán que mi muerte no fue un accidente. Además, debe deshacerse del guardia. ¿Ya había pensado usted en eso? –inquiere y yo asiento con la cabeza.

– ¿Entonces qué espera? ¡Máteme de una vez y sáqueme de este tormento!

En ese momento cojo una de las almohadas de la cama y la presiono con fuerza contra su rostro. La consciencia me grita que me detenga, pero el sentido común me dice que la muerte de esta mujer es un costo muy bajo, comparándolo con la supervivencia de nuestra sociedad.

Me toma un poco más de lo esperado, pero al fin la mujer ha dejado de agitar sus brazos y parece que ha muerto. Quito la almohada de su rostro, para constatar su fallecimiento, pero al ver su mirada de terror y sus facciones cubiertas de sangre, no puedo evitar sentirme asqueado. Pero ya está hecho y ahora sólo falta el guardia. Por lo que me armo con un abrecartas que encuentro en el buró, lo llamo y me escondo tras la cortina.

Él no se demora en llegar y al ver el cadáver de la mujer me busca, pero antes de que pueda encontrarme, le incrusto el abrecartas en la garganta. Nunca había visto tanta sangre en mi vida. Me siento ruin y estoy tentado a dejar las cosas así, pero sé que aún falta un detalle. Por lo que salgo hasta el lugar donde dejé el cadáver orco, para traerlo a esta casa, y prenderle fuego a todo.

Cuando las autoridades apaguen el siniestro, encontrarán a la anciana muerta, el guardia asesinado y los restos calcinados de un orco.

Sin duda este año habrá fuegos artificiales.   



-VII-

Todo ha salido como lo planeé y aunque los festejos se han enlutado por la muerte de la última de los Dak, es mejor un moño negro en el monumento del General, que ver cómo se desmorona todo lo que sustenta nuestra civilización.

            Como organizador de los festejos he sido invitado a la ceremonia fúnebre. Incluso me han pedido que dé un discurso en su honor.

            El Reino ha perdido un emblema, pero ha ganado una reliquia, porque del siniestro pudieron rescatar la armadura del General, que aunque un poco dañada, será remozada para poder exhibirla el gran día.

            Sin embargo algo que nunca creí que pudiera ser un problema, se presenta con una forma demasiado familiar.

La muralla exterior ha caído y la horda de los orcos ha invadido nuestras tierras. Ante la evidencia histórica, eso parece imposible, pero lo que ven mis ojos es innegable; más de un millar de orcos han inundado las calles con su presencia, y tan fieros como los describen los antiguos textos, arrasan con todo lo que les sale al paso. Nuestras tropas son inútiles y sin poder dar crédito de lo visto, testifico la manera salvaje en que estas bestias están masacrando a mi gente.

            De repente, en medio de todo ese caos, un monstruo colosal irrumpe y encima de él hay un orco que luce imponente, casi como un Dios, el cual sostiene entre sus garras un pedestal, que soporta algo que me resulta desagradablemente conocido: “la mano momificada de aquél que encontré en el desierto”.

            Entonces el orco, que sin lugar a dudas es su líder, levanta el pedestal y grita:

            – ¡No venimos por lo que es nuestro por derecho! ¡No ha sido fácil, pero hemos aprendido a sobrevivir, y después de muchos años hemos vuelto a ser la especie próspera que éramos en estos campos verdes! ¡Hemos extraído la miel de la arena y nuestra Ciudad es mucho más imponente que antes! ¡Incluso a nuestras artes hemos agregado una más, heredada por ustedes: “la guerra”! ¡Pero habíamos vivido en paz, sin odio ni rencor hacia su raza! ¡Hasta que se atrevieron a profanarnos de nuevo, y hurtaron de nuestro suelo al “gran tótem”; al primer guerrero, ya antes masacrado por sus manos, y una vez más mancillado! ¡Pero ya no más! ¡Y no dejaremos piedra en su lugar, ni cabeza en su sitio, hasta dar con sus restos y volver a casa! –dice y le secunda el rugido de la horda, al tiempo que vuelven a arremeter contra todo, mientras yo los miro sin creer en mis ojos, pero consciente de que no habrá un nuevo despertar mañana.

                    


Adriana

Adriana siempre se ha sabido una mujer especial. No es la soberbia lo que la caracteriza, pero es consciente que desde que era muy niña, la vida le ha presentado obstáculos que no todos logran superar. Pero aún así ha seguido adelante y ha triunfado donde los demás se darían por vencidos. Lo cual la ha fortalecido al grado de sentirse feliz y satisfecha con su existencia.

            Desde pequeña Adriana no puede caminar, a causa de una enfermedad que inutilizó su espina dorsal y que la tiene confinada a una silla de ruedas. Pero ella no se detiene a ver qué es lo que no puede hacer, más bien invierte su tiempo en realizar todas aquellas actividades que le sean posibles. Desde muy joven es aficionada a la lectura y a la pintura, por lo que no era raro que después de leer algún capítulo de un libro, se le viera recreando la historia en un trozo de papel, y su escena preferida en un lienzo.

            Sus fieles compañeras de juegos siempre han sido “Soledad” e “Imaginación”. Y aunque la primera en ocasiones la deprime, la segunda se ha vuelto su mejor aliada contra la tristeza, y las tres juntas han vivido aventuras que muy pocos han experimentado, y muchos menos han soñado siquiera.

            Desde hace un tiempo para acá, a los libros y a la pintura se le ha sumado una nueva actividad: “la escritura”. Como un proceso casi natural, Adriana lee, pinta y escribe con una soltura que por momentos nos hace pensar que su mundo es mucho más vasto que el nuestro, porque está lleno de aromas, colores, texturas, sabores y formas que no es posible captar con los meros sentidos.

            Desde su ventana, Adriana ha visto correr a los niños y caminar a los hombres, y eso continuamente le recuerda su situación, pero no se deja llevar por el padecer y “crea”. Transforma la realidad a través de su imaginación, y su mente se desborda en un sin fin de historias que plasma en los lienzos y en el papel, con lo que hace de este mundo un lugar mucho mejor.

            Hay quienes han sufrido menos, pero se zambullen en su dolor y terminan ahogándose en sus penas. Pero ella no, Adriana sabe que la vida es corta, cada momento es precioso, y cada instante irrepetible. Por eso no pierde el tiempo aferrándose al recuerdo de todo aquello que la ha lastimado. No tiene caso.

            Adriana se despierta con los primeros rayos del sol, y desde que amanece ya está creando. Articula sus sueños, da luz a sus pesadillas y ahuyenta a las tinieblas con versos, colores e historias que nadie conocería si no fuera por ella.

            Desde pequeña Adriana no puede caminar, pero ella va mucho más lejos que los pasos de cualquiera. Desde niña no camina, pero de un tiempo a la fecha, ella vuela.               

La función

Ya casi son las tres de la tarde, y como todos los días, Paz espera instalada en su butaca especial del parque el inicio de la función. Desde hace más de un año la he visto llegar, sentarse en la misma banca, y esperar que el telón imaginario del Kiosco se abra e inicie el espectáculo de hoy.

Por lo general cada noche es una puesta en escena distinta, en cuanto a sus personajes, pero con una temática muy semejante; el desfile interminable de parejas, de todas las edades y estratos sociales, reunidas en un eterno cortejo que cambia de rostros y quizás de intenciones, pero que básicamente es igual cada tarde.

            Pero Paz está sola, y así como llega se marcha, sólo un poco antes de que el sol se pierda en el horizonte. A veces, sólo a veces, alguien se le aproxima, intercambian un par de palabras, rara vez una sonrisa, y eso es todo. Sistemáticamente ella declina cualquier otra cosa y se concentra en la función. Tal vez busca a alguien, o se imagina interpretando ese papel de enamorada, sin compromisos rotos, ni mañanas frustradas, sólo la eternidad encantada del amor fugaz de un par de horas, contenido en la mirada de aquellos que pasan delante de ella, siempre de dos en dos.

            En ocasiones me parece que sonríe, pero invariablemente se pasa un pañuelo por los ojos antes de irse. Cada vez que se marcha me maldigo e inútilmente trato de apretar los puños, prometiéndome a mí mismo que mañana habré de hacer acopio de coraje para acercarme a ella y… no sé, hacer algo para llamar su atención. Pero el caso es que nunca lo hago, y mucho me temo que hoy no será diferente. La veo pasar y casi estoy seguro de que ella me ve, pero como parte de la misma escenografía; un elemento del que podría prescindir, sin dañar en absoluto el espectáculo. 

            De hecho, ni siquiera sé cómo se llama, y si le digo Paz es porque es “eso” lo que siento cada vez que la veo llegar al parque. Desde que su calzado toca el primer adoquín, el ambiente cambia y sé que ella está aquí, con esa belleza que trasciende su físico, y que invita a las rosas a disfrutar de su perfume, a las palmeras a deleitarse con su elegancia, y a las palomas a detener su vuelo y contemplarla como lo hago yo. Tal vez exagere, después de todo, ¿por qué las plantas o estas aves habrían de estar interesadas en ella? Pero una pregunta semejante podrían estar haciéndose todas ellas: “¿Cómo una estatua podría estar interesada en alguien?” Pero así es, y ni mi dura piel o mis ojos vacíos han impedido que sienta, al menos unas horas al día, latir mi inexistente corazón.  

Caminata

Cada vez que salgo a la calle me topo con alguna novedad, desde un nuevo artilugio para hacer más fácil algo que ni siquiera sabía que se podía hacer, o un nuevo edificio, más alto y encristalado que el anterior. Pero poco a poco me he ido acostumbrando a eso, aunque siempre choca con mi cansada memoria el ver que todos esos lugares que han sido importantes en mi vida, ya no existen.

            Por ejemplo, en aquella esquina donde ahora destaca un cajero automático, antes había una heladería, donde solía gastarme de niño la mitad de mi mesada, para dejar la otra mitad en la esquina de enfrente, donde había un cine, y ahora sólo hay un edificio abandonado, con los muros pintarrajeados con citas que no alcanzo a comprender, los cristales de la que era la taquilla rotos, y el gran letrero que anunciaba el título de la película de temporada, hecho pedazos.

En ese cine fue donde por primera vez vi volar a mi superhéroe favorito, del mismo modo que me enamoré de aquella actriz tan famosa, de la que ahora no consigo recordar su nombre. También fue ahí donde llevé a la que fuera mi novia, y ahora mi esposa, en aquella primera cita. Recuerdo que todo me salió tan mal que pensé que nunca más aceptaría salir conmigo otra vez, pero he de haber hecho algo muy bien, cosa que aún se escapa a mi comprensión, porque después de cincuenta años juntos, ella no deja de recordarme lo bien que se la pasó aquella primera vez. De seguro es su memoria lo que le ha de estar jugando alguna broma, o quizás ella notó algo que yo no recuerdo.

            En la acera de enfrente también había una cafetería, donde invariablemente todas las parejas iban después de la película a intercambiar comentarios, abrazos y besos… ¡Ah! Esto último me acaba de recordar qué fue “eso” que hice tan bien, como para que ella volviera a salir conmigo.

¡Qué cabeza la mía! Yo que ya estaba juzgando mal su memoria, y resultó ser la mía la que ha empezado a olvidar las cosas.

            Ahora me muevo con más lentitud y caminar ya no es lo placentero que era antes, pero no me quejo, ya he andado por tantas calles y sendas, que si es verdad eso de que uno vuelve a recorrer lo caminado tan pronto se muere, entonces creo que me hará falta otra vida entera para poder hacerlo. Lo cual no estaría nada mal, sobre todo si la vuelvo a vivir con mi compañera a mi lado.

            Dos calles más adelante solía estar la tienda de discos. Ahí era donde solía gastarme gran parte del salario de mi primer trabajo, y ahora invierto un porcentaje de mi pensión, pues venden accesorios para computadora y otros dispositivos que jamás pensé que inventarían, ni que me llegarían a interesar, pero heme aquí, caminando tranquilamente con un par de audífonos en los oídos y escuchando mis canciones favoritas, con una calidad de sonido que supera por mucho a la de mi viejo toca cintas.

            ¡¿Oh?! Esto es nuevo, hace sólo una semana pasé por acá y había una tienda de artesanías, pero ahora hay una agencia de viajes. A este paso, creo que un día de estos saldré a caminar y cuando regrese a casa me toparé con la novedad de que ya es un Centro comercial.

¡Válgame! También hay una notaría y un despacho de abogados. Será mejor que me cambie de acera, porque este lado de la calle se ha vuelto demasiado peligroso.

            Cada vez es más complicado cruzar las avenidas, los automovilistas no respetan a los peatones, ni nosotros a ellos, a veces me siento como en una de esas caricaturas, en las que el personaje se encuentra completamente solo en la calle, pero tan pronto coloca un pie en el asfalto, un centenar de vehículos se hacen presentes. Hasta hace un segundo no había visto ni un solo automóvil, pero ahora parece que toda la matrícula vehicular se ha hecho presente…

¡Al fin!

            A mi mujer no le gusta que salga solo, dice que es peligroso, pero también sabe que prohibirme esa libertad sería insoportable para mí. Además, si no salgo, ¿entonces quién le traería a casa ese ramo de flores que tanto le gustan? Tal vez puedan tacharme de anticuado, pero muy pocas cosas se comparan a la belleza de la sonrisa de mi esposa, cada vez que me ve cruzar la entrada de la casa con sus rosas favoritas. Pero hoy además de eso le llevo un girasol, por lo que sé que su alegría será mucho mayor.

            Ella y yo hemos pasado situaciones difíciles, tanto que en nuestras mismas circunstancias muchas parejas ya se hubieran rendido hace años, pero nosotros no somos como las demás, lo nuestro es real.

No me imagino la vida sin ella a mi alrededor, de hecho me encantaría no estar haciendo este recorrido solo, pero así como mi vicio es caminar, el de ella es su casa. Todo tiene que estar impecable y ordenado, características que yo no poseo, por lo que mis caminatas le sirven a ella para “ordenar el desastre que yo dejo a mi paso”, palabras textuales. Sin embargo la adoro, ella es mi vida y aunque a veces me saca de quicio, la verdad es que no hay manera más agradable de perder la razón. Sin olvidar que yo tampoco soy el ser más “tratable” del mundo. Por eso es conveniente que estas caminatas no se suspendan, de esta manera puedo pensar en lo que serían las cosas sin ella.
     
             Por ello, sin importar la razón por la que salga a la calle, o la distancia que recorra cada semana, sé que ella es consciente de que yo sabré volver a casa, y no sólo con su ramo de flores, sino con una versión mejorada de mí mismo. Por mi parte, ella siempre ha sido perfecta, salvo un pequeñísimo defecto, el cual agradezco mucho; tiene un pésimo gusto para los hombres.