La
lluvia cae, casi como si fuese consciente de que sólo un torrente continuo
fuese capaz de borrar la mancha que se ha dibujado en lo más profundo de su
alma atormentada. Nadie, sólo las implacables lágrimas del cielo le rodean,
mientras ella contempla la muerte en la mirada vacía de sus seres queridos. Lo
ha perdido todo, incluso la cordura. Sus recuerdos se le presentan como
destellos de un huracán de emociones sin nombre o apellido. Sólo el sentido del
olfato persiste, y lo que percibe es el aroma a humedad, tierra, sangre y
muerte.
No hay un culpable en su mente. Y no
se hace a la idea de lo ocurrido. Piensa que sólo es una pesadilla, la peor que
hubiese tenido. Pero cada gota de lluvia, helada e inclemente, le revela que no
es un sueño. Lo último que recuerda es el tronido del cielo, un continuo
galopar de caballos, gritos y llantos, un estruendo, y un golpe que la hizo
perder el sentido. El resto quizás sólo fue un sueño; un abismo profundo en el
que caía sin control, ni destino, hasta que despertó en la madrugada, con las
manos llenas de sangre y lágrimas en los ojos.
Su entorno yace devastado; su
familia, su casa, sus animales; todo está sepultado por un alud de piedras y
lodo, que sólo le perdonó la vida a ella. Casi como si el culpable quisiera dejar
un testigo de la fuerza implacable y capacidad destructiva de la misma
sustancia, que ahora pareciera abrazarla como una madre: “la lluvia”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario