No todas las
historias de fantasmas comienzan de la misma manera, pero irremediablemente,
paso a paso todas nos van llevando al mismo desenlace; un hecho desagradable,
temible u horroroso. Todas, salvo esta.
Resulta que por varios años habité una casa, en la cual se decía deambulaba
un fantasma, motivo por el cual nadie quería habitarla. Por lo que los dueños
se vieron obligados a rentarla a un precio demasiado módico, tanto que resultó
irresistible para mi bolsillo, al grado que no me importó el fantasma y menos
de una semana ya estaba instalada. No niego que tuve miedo, pero en ese momento
lo que menos tenía era dinero.
La primera noche fue tranquila, sólo el ruido del viento que jugaba con las
ramas, el rechinar de la tubería, el golpeteo de las gotas de lluvia contra las
ventanas, en fin, ruidos propios de una vieja casa. Cené y, de lo cansada que
estaba, dejé los trastes sucios y me fui a dormir. Pensé que mañana tendría
tiempo para limpiar, y terminar de desempacar y ordenar las cosas.
Sin embargo al despertar, me encontré con la novedad de que los platos
estaban limpios y en su lugar, pero no sólo eso, las cajas estaban vacías y
acomodadas, la ropa yacía en los armarios, los libros en los estantes,
ordenados alfabéticamente y por género, sólo había quedado uno, abierto en el
escritorio, como si alguien lo hubiese tenido que dejar ahí apresuradamente.
Lo primero que pensé fue que había entrado alguien a la casa, pero ¿quién
entra a un lugar, lo ordena, limpia todo y luego se va, sin robarse nada? “Mi
mamá”, pensé, pero ella se encontraba a más de doscientos kilómetros de
distancia. Sólo el tiempo fue disipando las dudas, regalándome una respuesta
que la verdad no esperaba: “había sido el fantasma”.
Sin importar el desorden en que dejara las cosas un día anterior, a la
mañana siguiente todo estaba ordenado, limpio, en su sitio, y con el libro
abierto, cada vez diez páginas adelante.
Lo único que nunca estaba en su lugar era el libro, por lo que supongo que
el fantasma lo leía después de sus quehaceres domésticos. Sin duda era un
fantasma muy acomedido.
Así fueron pasando los días, mejoró mi situación laboral, empecé a ganar
más dinero y como mi casa lucía impecable, hasta me sobraba tiempo para mí misma.
Todo siguió así, hasta que una mañana encontré el libro cerrado, como señal
de que el fantasma ya lo había terminado de leer. En ese momento, no supe por
qué, pero tuve unas ganas incontrolables de acudir a la librería más cercana y
comprar otro del mismo autor, y lo dejé en el escritorio con una nota: “para
ti”.
El día transcurrió con normalidad, regresé del trabajo y encontré el libro
abierto, diez páginas adelantado, y en el reverso de la nota decía: “gracias”.
La
letra era temblorosa, esa experiencia en cualquier otro momento me hubiese
puesto la piel de gallina, pero me sentí confortada. Jamás le había visto el
rostro, no sabía si era “él” o “ella”, ignoraba si antes de morir quizás fue un
sirviente o una doncella, pero la casa siempre estaba impecable, y no parecía
que lo hiciera de mala gana, todo lo contrario, incluso tuve la intuición de
que el fantasma, lo hacía como agradecimiento por dejarlo vivir, o lo que fuese
que hiciera, conmigo.
Tenía ganas de conocerle, conversar un poco, no sé. Contrariamente a todo
lo que se dice de los fantasmas, éste era uno bastante conveniente, porque
hasta conocerlo, todos los lugares que alguna vez habité siempre fueron un
verdadero desorden. Por lo que tan pronto terminó de leer el nuevo libro, le
regalé otro, con una nota en la que le expresaba mi deseo de conocerle.
Como aquella primera vez, al amanecer obtuve mi respuesta en la misma nota,
la cual decía: “Nos vemos a la media noche en el estudio”.
Yo estaba emocionada, no podía pensar en otra cosa, me alisté para ir al
trabajo, sin importarme el desorden que dejara tras de mí, total, sabía que
todo lo encontraría impecable a mi regreso. Ése fue quizás mi peor error, o el
mejor de mis aciertos, porque sin darme cuenta me enredé con el cable de la
secadora de pelo, trastabille y caí por las escaleras, encontrándome con la
muerte.
Los dueños hallaron mi cadáver una semana después. Y convencidos de que me
había matado el fantasma, ni siquiera volvieron a intentar poner nuevamente la
casa en renta, dejando todas mis cosas en su interior.
Desde entonces vivo con el fantasma, bueno, aunque “vivir” es sólo un
decir; él resultó ser un apuesto caballero, que en su otra vida fue un obsesivo
compulsivo, amante del orden y un ávido lector. Por lo que las cosas siguen más
o menos iguales, porque a pesar de estar muerta yo sigo siendo un desastre
ambulante, lo cual lo mantiene entretenido. Incluso ya descubrí la manera de
llegar a la librería, cada vez que se publica algo nuevo de su escritor
favorito. De tal suerte que ahora hasta se rumora que hay un fantasma en la
librería del barrio, pero bueno, así son las historias de fantasmas ¿no?