A
veces ocurren eventos en nuestra vida, que por rutinarios o cíclicos, llegan a
pasar desapercibidos o paulatinamente van perdiendo su mérito, hasta que un
evento inesperado o casual, les devuelve su brillo, o nos hace ver que no todo
es tal cual lo pensábamos; como cuando de niños íbamos todos los días al
colegio, al punto que nos llegamos a hacer a la idea de que habríamos de pasar en
ese sitio lo que nos quedara de vida, aunque al final no fuese de esa manera.
Yo nunca conocí a mi padre, pero no
me hizo falta, porque mi madre era mucho “padre” para dar y compartir; tanto en
cariño, cuidados y protección, como en disciplina y mano dura.
Nací
en una época que cada vez se ve más lejana, no tanto por el tiempo, sino por
las diferencias. Cuando era niño no hacía falta luz eléctrica, baterías o un
disco duro para pasar un buen rato. Bastaba un par de piernas para correr por
el campo, un par de brazos para trepar sobre los árboles, y un par de pulmones
para aguantar la respiración y darnos un chapuzón en los ojos de agua que se
desbordaban en primavera.
Recuerdo que entre marzo y abril
siempre llegaba el General Méndez a la casa. Lo cual al inicio era todo un
acontecimiento para mí, dado que él era uno de los hombres más cercanos del
Presidente de la República, y tenerlo sentado a nuestra mesa, y a la vez verlo
en las fotografías de los diarios al lado de los ministros de justicia,
embajadores y demás personalidades, me hacía sentir que mi familia era muy especial.
Especulaba
con la idea de que quizás él hubiese conocido a mi padre, pero la verdad nunca
me atreví a preguntarle nada, y sólo me limitaba a escuchar sus innumerables historias
de batallas ganadas, porque, según él, los encuentros perdidos no tenían la decencia
de dejar testigos. Además de que siempre mi madre me comisionaba para ir con
los peones a buscar en el campo los escamoles que tanto le gustaban a él.
Año tras año, y una primavera tras
otra, el General se volvió parte de mi contexto, como el campo, los árboles,
las nubes y el cielo azul. Al grado que llegó el momento en que la sorpresa se
volvió rutina, después apatía, hasta que llegó el punto en que lo dejé de notar.
Más tarde me fui de la casa, hice mi vida, casi como si todo lo demás hubiese
sido un sueño, y sólo volvía al pueblo de visita, hasta que ya no quedó nada
por qué regresar ahí.
Ahora, delante de la bóveda donde descansan
los restos de mi madre, me tomo mi tiempo para mirar hacia atrás. Entonces,
como un destello que siempre estuvo ahí, pero aún así pareciera invisible ante
mis ojos, veo una hermosa placa dorada a los pies de la lápida, y con una
sonrisa en el alma, y otra haciéndose camino entre mis arrugas, por primera vez
le presto atención a la inscripción que en su momento le mandara a hacer el
General: “A mi eterna amada”.
Y pensar que por años anduve
levantando piedras con los peones de la Hacienda, buscando los escamoles más
suculentos y generosos, en pos de complacer al exigente paladar del General,
cuando lo único que buscaban, tanto mi madre como él, era que los dejáramos
solos.
Un cuento bellísimo.
ResponderEliminarGracias Andy.
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