lunes, 14 de enero de 2013

La mujer de mi vida



La inspiración me ronda como una fragancia que no logro distinguir, mientras la razón está más ocupada en comprender las funciones del hígado, que en imaginar historias que escribir, y mi musa hojea una revista, recostada en la cama, y yo quito la mirada del monitor, para “ojearla” a ella.
            Su voz es la más hermosa canción que haya escuchado en mi vida, y su conversación es una cátedra que me ilustra, despeja mis dudas, me hace reír y me demuestra que la inteligencia y el sentido del humor no son impedimentos de la belleza, sino complementos. Pero ahora está callada, atenta a su lectura.
            Sus pies descalzos, me hablan de su gusto por las sandalias, y su abominación a los zapatos y a la pintura de uñas. Son tan frágiles, libres y naturales, que hasta me parecen una metáfora de la vida misma. Sus tobillos están algo rosados, tal vez por el calzado opresor, que los aprisiona por horas, hasta que se despoja de él al llegar a casa.
            Es extraño verla con falda; porque casi siempre usa pantalones, pero en este momento porta una tan larga y amplia, que apenas me deja ver un poco de sus pantorrillas. Pero por suerte es lo suficientemente fina, como para que la tela se deslice sobre su piel, como el agua, dejándome recorrer sus pliegues, por ahora, sólo con la mirada.
            A ratos, mueve las piernas, como si además de leer, llevara el ritmo de la melodía que suena en el reproductor de música. Pero no dejo que su cadencia me hipnotice, y mudo mi mirada un poco más arriba, hasta llegar a sus muslos. Sé que más al norte vive la flor de miel que le da perfume a mi vida, pero si me detengo ahí, quizás no quiera seguir adelante, hasta embriagarme con su esencia, por lo que elijo refugiarme en sus caderas, donde uno de sus brazos reposa grácilmente. Entonces acepto la invitación que me proporciona la vista, y dejo que mi mirada escale por su piel, como una gota de agua que resbala, en sentido contrario.
            Trae una blusa blanca con botones al frente, algunos de ellos yacen libres del ojal y dejan que me cuele un poco más, hasta alcanzar su piel desnuda. No es mucho, pero es lo suficiente para dejar que mi mente recorra sus pliegues y laderas, hasta que un indeciso botón, que no termina de aflojarse, detiene mi recorrido, y debo frenar a mis impetuosas manos, que se mueren por tirar del hilo que aún lo sostiene, y dejar libres sus senos, que tímidamente se asoman, como una invitación abierta a perder la razón entre ellos.
            Su pelo negro contrasta con la tela blanca y la piel de su cuello. Desde antes de recostarse a leer, lo ha dejado suelto y no sé si amo más su brillo natural, o los “destellos de vida”, que se parecen a las canas que poco a poco se han ido a vivir a mi barba.
            La humedad de su boca me llama, y la punta de su nariz me parece tan irresistible, que cruzo mis brazos para centrar mi atención en mi Diosa. Pero este movimiento hace que ella se dé cuenta de que mi mirada está entretenida recorriendo su cuerpo.
Ante el nerviosismo de saberme sorprendido, mi Musa me saluda con las cejas, y por encima de sus lentes me guiña un ojo, al tiempo que me sonríe. Luego cierra su revista, la coloca en la cabecera, se alza un poco la falda, no demasiado, pero sí lo suficiente para obligarme a desdoblar mis brazos y acariciar sus delicados pies con mi boca.
Al final tira del hilo que sujetaba el botón de su blusa, que rueda por la almohada, casi a la par que mis manos llegan a sus caderas y mis labios encuentran su hogar, entre sus piernas.
Más tarde volverá mi atención al estudio del hígado, pero ahora mi inspiración, la razón, e imaginación, son de ella, al igual que mi vida.    
             

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