miércoles, 25 de febrero de 2015

Semilla

Desde muy pequeño, antes de saber de dónde vienen los niños o cuál es el sentido de ir a la escuela, mi madre me enseñó el misterio del origen de la vida, contenido en una simple semilla de frijol. Con sólo tierra, un poco de agua, sol y la voluntad de crecer, fui testigo de tal prodigioso “milagro”, al ver día a día cómo es que ese impulso vital, obligaba a una insipiente planta a abrirse camino entre la tierra, como un gusano ciego que se ha puesto como meta alcanzar al sol.
            En mi infantil inocencia, puse en práctica el conocimiento adquirido; primero con una semilla de limón, después con una de mandarina, jitomate, chile verde, y más tarde hasta con una manzana. Ninguna superó el índice de crecimiento de aquel primer frijol, pero invariablemente todas brotaron, como si cada una buscara su trocito de cielo y, al cabo de algún tiempo, me dieron limones, mandarinas, jitomates, chiles verdes y pequeñas manzanas, respectivamente. Por lo que, al menos para mí, esta forma de regalarle al mundo más vida, a partir de un cuerpo aparentemente inerte, estaba más que demostrada y tenía que funcionar con cualquier cosa. Me sentía un agricultor de la vida, como si la preservación de la misma descansara en mis pequeñas manos. Hasta que puse en práctica el mismo principio, pero fuera del reino vegetal.
Recuerdo que estaba en el parque, jugando con mis canicas, cuando vi un pequeño cuerpecito emplumado, recostado sobre una piedra. Al principio pensé que dormía, pero al acercarme me di cuenta de que en realidad estaba muerto. No sé cómo pasó, pero ante mí tenía el cadáver de un hermoso pajarillo rojo, y sólo podía hacer una de dos cosas; dejarlo ahí y seguir con mi juego, o poner a prueba, una vez más, aquel milagroso conocimiento.
            Primero que nada, busqué el lugar ideal para “sembrar” al pajarito. Tenía que ser un sitio que yo pudiera localizar con facilidad, porque era conciente de que un “árbol de pajarillos” no habría de crecer tan rápido como uno de limones o manzanas, y yo sería el único responsable de regarlo y cuidarlo de las inclemencias del tiempo. Por lo que, después de una breve deliberación, decidí que en medio del parque era el lugar indicado para desarrollar mi tarea. Entonces tomé con delicadeza el cuerpecito del ave, y armado con una piedra y un palo, empecé a cavar el agujero donde habría de sembrar mi “arbolito”.
            No falté ni un solo día, por semanas, meses y hasta un par de años. Pero por más que lo regaba, cuidaba y hablaba, como a mis demás plantas, jamás se asomó ni un pequeño brote. Eso hacía que me sintiera triste y confundido, por lo que acudí con mi madre y le platiqué todo lo que había ocurrido. Ella me miró con los ojos humedecidos, me regaló una tierna sonrisa, acarició mi rostro y manos, y me explicó que el asunto de la semilla en la tierra sólo funcionaba con las plantas, y que los animales, como nosotros mismos, ante el tibio abrazo de la tierra, sólo experimentábamos la “desintegración”. Supongo que ese día se fue despidiendo de mí la inocencia.
            La vida siguió, nos mudamos a la ciudad, crecí, terminé el colegio, y dejé de ser un niño para convertirme poco a poco en un “hombre”, tan práctico como cualquiera, y tan desencantado de los milagros como todos. Varios años después me casé, y luego de dos años de matrimonio nació “Diego”, mi hijo; con unos ojos tan grandes y expresivos, que parecía quererse comer al mundo con la mirada, y tan curioso e inquieto como lo era yo de niño.
            En la ciudad hay pocas cosas seguras para un pequeño, por lo que para permitirle a mi hijo explorar a sus anchas y sin riesgos, su propia curiosidad e inteligencia, mi esposa y yo decidimos marcharnos a la provincia que me vio nacer.
            Regresar a ese lugar fue revelador para los tres, porque tanto para Diego como para mi esposa, todo eso era algo nuevo e incluso mágico, mientras que para mí era volver a casa, como si no hubiese pasado ni un solo día desde que dejé sus prados y me despedí de sus sabores y aromas. Por lo que se me ocurrió llevarlos a conocer aquel parque, en el que inocentemente creí que podría cosechar vida de un pajarillo muerto.

            Mi esposa estaba encantada con el paisaje; lleno de árboles, ardillas y hasta un pequeño riachuelo. Dieguito parecía incrédulo ante tanta vida, y yo estaba feliz de regresar ahí con ellos. Respiramos hondo, dejamos que el aire puro desplazara el oxígeno quemado de la ciudad de nuestros pulmones. Yo estaba a punto de contarles sobre mi joven fascinación con las semillas, cuando mi hijo y su mamá señalaron maravillados hacia el centro del parque, justo donde había enterrado el cadáver de aquella avecilla. En es lugar, para mi sorpresa, resaltaba un hermoso y frondoso árbol, lleno de pajaritos rojos.   

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