Esa
mujer de allá, la que no teme subir al vagón repleto de gente, la de larga
melena, ropa ligera, mirada penetrante y aura de sensualidad en cada centímetro
de su cuerpo, se llama Victoria y era mi socia, mi modelo, mi distracción, mi
amante y mi cómplice. Ella era la modelo que sujetaba el pañuelo mientras
escondía en el sombrero de copa el conejo, cuando era reconocido como un gran
prestidigitador, y Victoria sólo era la mujer guapa que captaba la atención,
hasta el momento preciso en el que mi acto le robara los aplausos.
Eso fue hace algún tiempo, pero lo
recuerdo vívidamente. No teníamos ningún teatro, ni un salón de eventos; sólo
éramos ella, humo, espejos, un poco de utilería y yo, cargando con todo. Sólo
hacía falta una plazuela, un par de metros de acera, su ropa ligera y mi
habilidad de hacerle creer a los demás que lo que hacía era realmente “magia”.
Victoria siempre supo como
“encantar” a la gente. Y aún hoy en día no sé si fui yo quien se acercó a ella,
o viceversa. El caso es que no recuerdo ningún “acto” sin ella, al tiempo que
me duele admitir que me incomoda ver lo bien que se las ha arreglado para
seguir sin mí.
Desde que la conocí supe que ella
cambiaría mi vida. Lo admito, primero por su belleza, pero luego por esa
peligrosa mezcla de “pasión”, “ambición” e “impaciencia”. Victoria hechizaba a
las personas con sólo una mirada, y las hacía levitar con su sonrisa. Confieso
que más de una noche me llevó al paraíso más carnal que jamás hubiese vivido,
aunque en el fondo supiera que no era nada personal, sólo negocios.
Las plazuelas no tardaron mucho en
ser insuficientes para su voracidad monetaria, pero ante la ausencia de un
mejor escenario, un día me pidió que me “dejara de juegos” y empezáramos a
ganar dinero. Sólo entonces fue que la conocí realmente: “fría”, “calculadora”
y “divina”. Con esa perversión que sólo un ser celestial puede tener, al
arrasar con todo y ver a los demás como insectos, con tal de alcanzar sus
objetivos.
Entonces cambiaríamos la luz y amplitud de la calle, por un
escenario pequeño y cerrado. Demasiado pequeño y claustrofóbico para mi gusto,
pero que, al menos para ella, prometía más dinero. Quisiera decir que la
elección fue un teatro, pero no, Victoria eligió al metro, arrojó mis
utensilios de magia a la basura, y me dejó en claro que “la ilusión” no nos
haría ricos, pero “el robo” quizás sí.
El acto era simple, el más simple de
todos, pero tan efectivo, que si no fuera por mi falta de visión sobre las
prioridades, tal vez seguiríamos juntos. Yo tenía que abordar el convoy en la
estación “Pantitlán”, mientras ella me esperaba en “Chabacano”. Empezábamos por
ahí de las dos de la tarde, cuando la gente salía a comer, cargaba dinero
consigo y abarrotaba los vagones. Ella vestía un aparatoso saco, y debajo de
éste una blusa tan delgada que no hacía falta visión de “rayos X” para
deleitarse con sus curvas, y una falda tan corta que incluso podría robar la
respiración de un ángel eunuco.
Victoria ingresaba en el vagón, como si un halo le abriera
paso, y adentro, entre el calor de la multitud, se despojaba de su abrigo,
deleitando a todos los presentes, distrayéndolos el tiempo suficiente para que
yo hiciera “mi magia”, les quitara sus billeteras, y abandonara el tren en la
estación más cercana. Repetíamos el procedimiento de tres a cinco veces al día,
y al llegar la noche, nos repartíamos las ganancias, que en verdad superaban
por mucho lo obtenido en nuestra mejor tarde en “El parque de los
coyotes”.
Y
así fue, hasta que un día olvidé que mi trabajo era no ser notado, y reaccioné
violentamente cuando un pasajero no se conformó con sólo “mirar” y estiró la
mano más de la cuenta, justo hacia las caderas de Victoria. La verdad no sé qué
me pasó, los dos sabíamos que ese riesgo era parte del juego y ella lo había
aceptado sin titubeos. Pero por un instante perdí la cabeza, golpeé al
susodicho, que resultó ser un hombre de la tercera edad, y casi el vagón entero
se abalanzó en mi contra. Sin duda esta ciudad es una jungla, pero si se lo
propone, puede ser aún más salvaje.
Aún me duelen aquellos huesos que ni
siquiera sabía que tenía, y de vez en cuando, sobre todo cuando llueve, siento
que vuelven a quebrarse simultáneamente. Pero la verdad no sé si me pesó más
saber que jamás volvería a sacar un ramo de flores, una carta o un conejo de mi
sombrero, o ver cómo se alejaba ella, dejándome arrastrando a sus pies.
Desde entonces no la había vuelto a ver hasta ahora, ella
sigue haciendo lo mismo, seguramente ya se ha conseguido a otro socio que
complemente su acto, mientras yo me conformo con recorrer los vagones en pos de
la caridad de los otros.
Agito un envase de aluminio con unas cuantas monedas y de
reojo la observo. Por primera vez en mucho tiempo, descendemos en la misma
estación, y por un segundo que marcha sin prisas, nos quedamos en silencio
mirándonos a los ojos. Ella me sonríe, deja caer un billete en mi lata y me
dice, casi susurrando: “Nada personal, sólo negocios”.
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