Anoche
tuve la misma pesadilla. Ya van varias noches seguidas que ese mal sueño me
persigue, y aún al amanecer, la zozobra me acompaña. Ahí sentí mis manos
toscas, mi rostro cansado y la espalda rota, de tanto servir a un dictador con
“manecillas”, de mirada fría y corazón de acero, que pide y no da tregua, que
te ahoga y exprime hasta que ya no queda gota de nada.
Soñé con un cielo gris, de humo y
muertos, infestado de partículas de veneno pestilente, sin estrellas más allá
del firmamento, ni un sol del otro lado del horizonte.
Soñé con un mar muerto, como un
estanque de aceite detenido en el tiempo, sin luz, sin olas, sin espuma ni
vida.
Soñé vivir en un mundo enajenado,
donde a nadie le importaba lo que el resto hacía, ni a mí me interesaba mi
suerte, ni mi carne, ni el destino de mi alma, gris, marchita, fugaz… e
inexistente.
Soñé y desperté llorando en mi cama
de hojas de olivo, abracé al sol que acariciaba mi frente, me despojé de mi
cobija de cielo, sacudí la pereza en el pozo del olvido, tomé mi impermeable
rojo y, aún con lágrimas en el rostro, monté al lomo de Lucy, mi fiel compañera
marina, y juntos surcamos el océano azul de estrellas, en pos del horizonte más
cercano, con mi inseparable caña lista, para atrapar, como cada mañana, el
despertar de un nuevo día.
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