Desde
muy pequeño, antes de saber de dónde vienen los niños o cuál es el sentido de
ir a la escuela, mi madre me enseñó el misterio del origen de la vida,
contenido en una simple semilla de frijol. Con sólo tierra, un poco de agua,
sol y la voluntad de crecer, fui testigo de tal prodigioso “milagro”, al ver
día a día cómo es que ese impulso vital, obligaba a una insipiente planta a
abrirse camino entre la tierra, como un gusano ciego que se ha puesto como meta
alcanzar al sol.
En mi infantil inocencia, puse en
práctica el conocimiento adquirido; primero con una semilla de limón, después
con una de mandarina, jitomate, chile verde, y más tarde hasta con una manzana.
Ninguna superó el índice de crecimiento de aquel primer frijol, pero
invariablemente todas brotaron, como si cada una buscara su trocito de cielo y,
al cabo de algún tiempo, me dieron limones, mandarinas, jitomates, chiles
verdes y pequeñas manzanas, respectivamente. Por lo que, al menos para mí, esta
forma de regalarle al mundo más vida, a partir de un cuerpo aparentemente
inerte, estaba más que demostrada y tenía que funcionar con cualquier cosa. Me
sentía un agricultor de la vida, como si la preservación de la misma descansara
en mis pequeñas manos. Hasta que puse en práctica el mismo principio, pero
fuera del reino vegetal.
Recuerdo que estaba en el parque, jugando con mis canicas,
cuando vi un pequeño cuerpecito emplumado, recostado sobre una piedra. Al
principio pensé que dormía, pero al acercarme me di cuenta de que en realidad
estaba muerto. No sé cómo pasó, pero ante mí tenía el cadáver de un hermoso
pajarillo rojo, y sólo podía hacer una de dos cosas; dejarlo ahí y seguir con
mi juego, o poner a prueba, una vez más, aquel milagroso conocimiento.
Primero que nada, busqué el lugar
ideal para “sembrar” al pajarito. Tenía que ser un sitio que yo pudiera
localizar con facilidad, porque era conciente de que un “árbol de pajarillos”
no habría de crecer tan rápido como uno de limones o manzanas, y yo sería el
único responsable de regarlo y cuidarlo de las inclemencias del tiempo. Por lo
que, después de una breve deliberación, decidí que en medio del parque era el
lugar indicado para desarrollar mi tarea. Entonces tomé con delicadeza el
cuerpecito del ave, y armado con una piedra y un palo, empecé a cavar el
agujero donde habría de sembrar mi “arbolito”.
No falté ni un solo día, por
semanas, meses y hasta un par de años. Pero por más que lo regaba, cuidaba y
hablaba, como a mis demás plantas, jamás se asomó ni un pequeño brote. Eso
hacía que me sintiera triste y confundido, por lo que acudí con mi madre y le
platiqué todo lo que había ocurrido. Ella me miró con los ojos humedecidos, me
regaló una tierna sonrisa, acarició mi rostro y manos, y me explicó que el
asunto de la semilla en la tierra sólo funcionaba con las plantas, y que los
animales, como nosotros mismos, ante el tibio abrazo de la tierra, sólo
experimentábamos la “desintegración”. Supongo que ese día se fue despidiendo de
mí la inocencia.
La vida siguió, nos mudamos a la
ciudad, crecí, terminé el colegio, y dejé de ser un niño para convertirme poco
a poco en un “hombre”, tan práctico como cualquiera, y tan desencantado de los
milagros como todos. Varios años después me casé, y luego de dos años de
matrimonio nació “Diego”, mi hijo; con unos ojos tan grandes y expresivos, que
parecía quererse comer al mundo con la mirada, y tan curioso e inquieto como lo
era yo de niño.
En la ciudad hay pocas cosas seguras
para un pequeño, por lo que para permitirle a mi hijo explorar a sus anchas y
sin riesgos, su propia curiosidad e inteligencia, mi esposa y yo decidimos
marcharnos a la provincia que me vio nacer.
Regresar a ese lugar fue revelador
para los tres, porque tanto para Diego como para mi esposa, todo eso era algo
nuevo e incluso mágico, mientras que para mí era volver a casa, como si no
hubiese pasado ni un solo día desde que dejé sus prados y me despedí de sus
sabores y aromas. Por lo que se me ocurrió llevarlos a conocer aquel parque, en
el que inocentemente creí que podría cosechar vida de un pajarillo muerto.
Mi esposa estaba encantada con el
paisaje; lleno de árboles, ardillas y hasta un pequeño riachuelo. Dieguito
parecía incrédulo ante tanta vida, y yo estaba feliz de regresar ahí con ellos.
Respiramos hondo, dejamos que el aire puro desplazara el oxígeno quemado de la
ciudad de nuestros pulmones. Yo estaba a punto de contarles sobre mi joven
fascinación con las semillas, cuando mi hijo y su mamá señalaron maravillados
hacia el centro del parque, justo donde había enterrado el cadáver de aquella
avecilla. En es lugar, para mi sorpresa, resaltaba un hermoso y frondoso árbol,
lleno de pajaritos rojos.