miércoles, 19 de octubre de 2011

La bruja

-I-

A sólo unos pasos de mi hogar, se encuentra la vieja casa donde habita la bruja del pueblo, o por lo menos eso es lo que cuentan los niños de la cuadra. Yo nunca la he visto, pero desde muy chico lo sé por rumores. Por lo mismo nunca he tenido la curiosidad de incursionar o asomarme por su jardín.

A simple vista, la casa no parece ser distinta al resto de viviendas que hay por la zona. Tiene una pequeña valla blanca que la delimita del resto, un viejo árbol que en diciembre pareciera muerto, pero que en primavera se llena de hojas verdes y flores amarillas. No sé bien cómo es la fachada, he de confesar que sólo la he visto de reojo y a toda velocidad, no sé si por miedo a que la bruja me vea y me convierta en “no sé qué cosa”, o simplemente porque siempre llevo prisa. No es que crea realmente en lo que dicen los niños del lugar, así como tampoco creo en la existencia de las brujas (de las que montan en escobas y se hacen acompañar por gatos negros), pero para qué arriesgarme.

Por eso por las tardes prefiero darle la vuelta a la cuadra antes que tener que pasar por enfrente de esa casa.

Dicen que a la media noche es que realiza sus hechizos y conjuros diabólicos. Por esa razón procuro estar en mi casa a más tardar a las seis de la tarde. Sin importar que tan bien me la pueda estar pasando con mis amigos, me escuso diciéndoles que mi mamá no me deja estar más tiempo y me voy. Al principio ellos insistían y pedían que me quedara, aunque fuera media hora más, pero una vez que supieron dónde es que vivo, han dejado que me vaya sin poner ninguna objeción. Algo extraño ha de haber en esa casa, pero prefiero quedarme con la duda.

            Nunca he escuchado ni visto nada anormal, y mis padres tampoco han comentado nada, ni cuando me hago el dormido. Tal parece que todo esto de la bruja es sólo cosa de niños, o tal vez los adultos también sospechen, pero quieren guardar las apariencias o algo peor, le tienen tanto miedo que prefieren hacer como que no pasa nada antes que enfrentar alguna represalia. Tal vez los tiene intimidados… ¡Eso es! Quizás los ha amenazado con quitarles a sus hijos si es que empiezan a murmurar de ella a sus espaldas.

Pero ¿cómo puede saber lo que los adultos dicen sin estar ella presente? Tal vez los observa a través de su bola de cristal o quizás se transforme en mosca, araña o en polvo para escuchar a los demás sin que éstos se enteren de que ella está ahí. O a lo mejor no se transforma a sí misma, pero tiene todo un ejército de moscas, arañas, ratones y otras cosas que espían en su lugar, y luego le informan lo que se dice de ella. ¿Y si es capaz de leer la mente de los demás a distancia? ¿Cómo podría leer la mente de todos y todo el tiempo? Es una bruja, lo sé, pero hasta ellas deben tener sus límites. Será mejor que deje de pensar en esto. No vaya a ser que me esté leyendo la mente y me meta en problemas sólo por andar pensando.

-II-

En ocasiones, los fines de semana me reúno con mis amigos afuera de la tienda de la esquina, para ayudar a las personas a cargar sus compras y ganarnos unas cuantas monedas extras, para comprar helados y otras cosas. Nuestros padres están de acuerdo, porque no le hacemos daño a nadie (además de que “aprendemos a ser responsables”, dicen) y nosotros lo hacemos porque nos recompensan por casi nada. El esfuerzo es mínimo, porque la mayoría de los compradores son los mismos vecinos y por lo general compran poco, por lo que no tenemos que cargar mucho y tampoco hay que ir muy lejos con la mercancía. Además de que sólo estamos ahí un par de horas, o menos si la propina es generosa.

También hacemos entrega a domicilio, la persona interesada habla a la tienda y don Pepe (el tendero) nos da la mercancía solicitada con el nombre del destinatario y la cantidad adeudada (apuntada en un trozo de papel). Una vez que hemos entregado lo pedido, nos dan el monto de la deuda y una propina. Además, tan pronto le entregamos el dinero de las ventas al tendero, él también nos recompensa con una o dos monedas, dependiendo de la cantidad y peso de los artículos entregados. Al final de cuentas no importa si nos da mucho o poco, el dinero siempre vuelve a don Pepe, porque él es quien vende los helados, dulces y frituras. Así es la vida, pero no nos quejamos.

-III-

Esta mañana ha estado tranquila, hemos hecho muy pocas entregas y está tan baja las ventas que hasta don Pepe se ha quedado dormido en el mostrador. Ni su perro, el buen Cristóbal, se ha resistido a la tentación de imitarlo y permanece echado en la sombra. Todos mis amigos se van, están aburridos y quieren ir a ver las caricaturas de la tarde en sus casas, además de que tienen hambre y sed. Como no nos hemos ganado casi propinas, no tenemos lo suficiente como para comprar algo de beber o comer en la tienda. Don Pepe nos podría fiar, pero luego nos cobra más de la cuenta (por los “intereses”, dice él). Es una buena persona, pero “en cuestiones de negocios no hay amigos sino clientes” (eso también se lo escuché a él).

El caso es que me he quedado solo. No quiero regresar aún a la casa, prefiero estar aquí y ver cómo se le mueve el bigote a don Pepe cada vez que ronca, que regresar y explicarles a mis padres sobre ese cuatro que saque en mi último examen de matemáticas. Ya me sé ese cuento. Mi padre se me quedará viendo con esos ojos juiciosos y sin decir una sola palabra, mientras mamá me dirá que “¿Cómo es posible que seas tan malo para hacer cuentas en la escuela, si don Pepe no hace más que hablar maravillas de lo bien que le haces las sumas?”. Yo sólo me les quedaré mirando, esperando que el sermón termine y me hagan prometerles echarle más ganas la próxima vez.

En fin, yo tampoco sé por qué no me salen las cuentas en la escuela, y sí con mis propinas y el cambio. Tal vez me falta motivación. No sé, igual y si la profesora me diera una moneda cada vez que… No, yo creo que no funcionaría. No vaya a ser que la profesora Ángela termine como don Pepe y al rato acabe yo debiéndole exámenes o “dieces”.

            El sol brilla y los sonoros ronquidos del tendero cada vez me parecen menos molestos y más arrulladores. Estoy a muy poco de darme por vencido y regresar a casa, o acurrucarme a un lado de Cristóbal para echarme una pequeña siesta. Hasta que por fin llega una clienta. No parece ser de por aquí, al menos yo no recuerdo haberla visto nunca por estos rumbos. Es una mujer joven, pero no demasiado. Tal vez tenga la edad de mi maestra o al menos no aparenta pasar de los treinta y tantos, es muy bonita y… no sé qué me pasa, pero no puedo dejar de mirarla. Su pelo es negro, lacio y largo, le llega hasta la cintura. Sus ojos son verdes, quizás azules, o ambos, no lo sé, porque se ven con distintas tonalidades dependiendo del ángulo en que les llega la luz. Sus labios son rojos como una cereza y… me acaba de sonreír. Me siento en las nubes, mis rodillas me tiemblan como si fueran de gelatina, creo que me voy a desmayar, pero temo despertar y que todo esto sólo haya sido un sueño.

No sé que me pasa, ni siquiera me gustan las niñas de la escuela, pero ella… ella no es una niña o por lo menos no es como las que conozco. Tiene la edad suficiente como para ser la hermana menor de mi madre, pero no puedo dejar de verla. Su sonrisa es tan hermosa que estoy embobado. Siento como si el tiempo marchara despacio, muy despacio. Hasta que cruza el umbral de la tienda.

Don Pepe y Cristóbal se despiertan tan pronto ella se acerca al mostrador. Puedo ver en los ojos del tendero que no sólo yo estoy embobado por la belleza que emana esa mujer. Incluso Cristóbal, que por lo general se despierta de muy mal humor, parece estar de buenas y hasta se deja consentir cuando ella se le acerca para acariciarle las orejas. Que envidia, como quisiera haber nacido perro en estos momentos.

            Ella le pide a don Pepe unas bolsas de arena y comida para gato, él se las da y empaca con prontitud y eficacia. Nunca lo había visto tan servil y cuidadoso con un cliente (o clienta). Incluso antes de que le paguen se ofrece a cargar las mercancías hasta el domicilio de aquella “Dama”. Ella se rehúsa muy cortésmente:

–No se moleste, no vivo lejos de aquí y no pesa mucho.

Don Pepe pone cara de desilusión, pero no deja de mirarla como “bobo”, como seguramente también la he de estar observando yo. La mujer le paga y sale de la tienda. Él guarda el dinero sin contarlo siquiera, y suspira como quien no pudo conseguir su objetivo.

Por suerte alcanzo a reaccionar rápido y salgo corriendo tras de ella, para ofrecer mis servicios como “cargador oficial”.

–¡Alto! ¡Espere! –le grito.

Ella se voltea para verme y entonces me apresuro a tomar sus bolsas con la frase: “permítame, yo le ayudo”.

–No te molestes, en realidad vivo muy cerca y casi no pesan –me dice con esa sonrisa que vuelve mis rodillas de “plastilina”.

–No es ninguna molestia, soy “el cargador oficial” de la tienda de don Pepe y es mi obligación atender de la mejor manera a todos “nuestros” clientes, es más, si no acepta mi ayuda llegaré a pensar que no hemos hecho lo posible para atenderla como se debe –le respondí con la lengua un tanto trabada y sin saber qué sarta de tonterías habían salido por mi boca.

Ella me mira, asiente con la cabeza y me regala otra sonrisa. No es necesario decir que para este punto yo ya no necesito propina, pues estoy más que pagado y dispuesto a cargar las bolsas, a ella y hasta al buen Cristóbal (que también nos sigue) hasta dónde sea preciso.

            No me he fijado en el rumbo que tomamos, es más, no sé cómo es que no me he tropezado con nada, porque lo único a lo que le he estado prestando atención es a ella. Aunque no sé qué es lo que estoy buscando. Me siento como un perro que persigue las llantas de los coches en movimiento y no tiene la menor idea de qué va a hacer con ellas si un buen día llega a atrapar alguna. Pero es que es tan bella, que me conformo con sólo verla y cargarle sus bolsas.

            En unos cuantos minutos llegamos a su casa. Con cuidado empuja la puerta del jardín y caminamos hasta llegar a su hogar. De su bolsa saca unas llaves muy largas y antiguas, con las que abre la puerta. Yo no pierdo detalle de todos sus movimientos. Entonces ella entra y me dice que no es necesario que pase a dejar las cosas, que en la entrada está bien y que está más que complacida con el servicio de la tienda. Por un segundo no tengo idea de lo que me está hablando; ¿Qué tienda? ¿Qué servicio? ¿Qué hace ese perro a mi lado?. Pero reacciono como si me despertara de un sueño y sigo sus indicaciones. Me ofrece una propina, pero me rehúso.

Ella insiste y yo la acepto más como un regalo que como un pago por los servicios prestados. Guardo la moneda en una bolsa donde no se pueda mezclar con nada más, y me despido. Ella cierra la puerta y sólo entonces me doy cuenta de que estoy a sólo unos pasos de mi casa; en el jardín de la bruja.

-IV-

Los fines de semana no han vuelto a ser los mismos desde aquel día. Sigo acudiendo puntualmente con mis amigos a la tienda de don Pepe, pero no le ofrezco mi ayuda a nadie, no vaya a ser que mientras esté llevando alguna carga a la casa de alguno de mis vecinos, llegue ella y me quede sin poder ayudarla.

Hasta el momento no he tenido mucha suerte. Me quedo sentado por horas a un lado del mostrador de la tienda, pero ella no llega. Cada vez que alguien entra, tanto Cristóbal como yo volteamos con dirección a la puerta, con la esperanza de que sea ella, pero hasta el momento no ha sido.

Mis amigos se burlan de mí y me dicen que no entienden cómo es que prefiero quedarme a hacer cuentas con don Pepe que salir a correr y jugar con ellos. Yo no les hago caso. De igual modo ellos ya no son tan “mis amigos”, me ven como si fuera un bicho raro, dicen que he estado actuando muy extraño, que ya no soy el mismo. La verdad es que ya no me divierten tanto, me aburren y prefiero ir a mi casa después de la escuela que quedarme a jugar con ellos en el parque.

            Mis calificaciones también han mejorado desde que llego temprano a casa. Como me paso tantas horas en el jardín o en frente de la ventana, con la esperanza de volver a verla aunque sea un segundo, mato el tiempo leyendo o haciendo cuentas, casi inconcientemente. Empiezo sentado y antes de que me percate ya estoy contando piedras, letras, hojas, nubes, granos de arena, calculando cuántas horas han pasado y cuántas faltan para qué anochezca. En fin, los números han dejado de ser algo exclusivo para las propinas y ahora tienen un universo real y ampliado.

Mis padres están muy contentos, están convencidos de que por fin sus pláticas han tenido efecto en mí. Yo les sigo la corriente. Ahora lo último que quiero es que me sermoneen lo ilógico e inapropiado que puede ser el que un niño esté enamorado de una mujer que tal vez le triplica su edad. No, eso es un secreto que sólo se lo he contado a Cristóbal, quien con la mirada me hace sentir que me entiende y que no soy el único que se enamoró de ella.

¿Quién lo diría? Un niño de escasos diez años y el perro del tendero, que no tienen en común más que su déficit de atención, atraídos hacia lo mismo, que en esta ocasión no es precisamente perseguir pelotas o corretear gatos.

-V-

Sin duda alguna hoy tendría que haber sido el mejor día de mi vida, aunque todo empezó hace una semana, cuando don Pepe me preguntó si en casa teníamos un poco de periódico viejo que no ocupáramos y le pudiéramos regalar. En ese momento no supe qué contestarle, pero le prometí preguntarle a mamá e informarle luego. Cuando se lo conté, ella no dudó ni un minuto en buscar el poco periódico que tuviéramos guardado.

–Ese hombre ha sido muy paciente y generoso contigo, por lo que es nuestro deber ser agradecidos y corresponderle del mismo modo –dijo y me pidió que llevara el periódico a la tienda. Eso no me hizo ninguna gracia, pero por suerte accedí.

            Yo tenía mejores cosas qué hacer que salir entre semana a hacer mandados, pero no tenía sentido discutir el tema, hay peleas que uno sabe perdidas aún antes de comenzarlas.

Una vez que llegué a la tienda y entregué el periódico a don Pepe, con todo y saludos de mamá. Me apresuré a regresar a casa. No debía perder más tiempo, qué tal si hoy habría de ser el día en que la volvería ver, aunque fuera de lejos.

Salí tan deprisa que sin darme cuenta tropecé con una persona que entraba a la tienda. De un segundo a otro la imprudencia cedió espacio a la buena fortuna porque era ella.

–¿Estás bien? ¿No te lastimaste? –preguntó, al inclinarse para ver si me había hecho daño.

Yo me quedé mudo y sólo atiné a decirle que no, moviendo la cabeza. Ella se enderezó, alborotó mi cabello con la mano y me dijo que debería tener más cuidado.

–No sabes lo mal que me sentiría si algo malo te llegara a ocurrir –agregó, mientras se volvió a inclinar para darme un beso en la frente.

Por un instante todo se borró de mi cabeza, sólo reinaba ella en mi mente. Yo era suyo, le pertenecía por completo y lo podía demostrar con el sello que decoraba mi frente, invisible para los ojos de los demás, pero con sonido y fuegos pirotécnicos para mis sentidos.

            Ella se acercó a don Pepe para pedirle de nuevo arena y comida para gatos, además de algo de carnes frías.

–Hace tiempo que no la veíamos por aquí, ¿tal vez algún pretendiente celoso le prohíbe salir muy seguido? –preguntó don Pepe con un tono de voz un tanto insinuante, al momento de entregarle la bolsa de comida y arena.

–Siendo usted tan bonita… si yo fuera su novio tal vez no toleraría que nadie más la mirara o acaso ¿ha estado inconforme con el servicio o la calidad de los productos de la tienda? –agregó el tendero mientras hurgaba en el refrigerador de los embutidos.

–Nada de eso, lo que pasa es que uno de mis bebés enfermó y yo preferí quedarme en casa hasta que estuviera mejor –respondió mientras pagaba el monto de su compra.

Don Pepe se le quedó viendo y sin poder aguantar la curiosidad y un poco avergonzado por habérsele insinuado de esa manera, dijo entre tartamudeos:

–Espero no haber sonado impertinente…, créame que no era mi intención incomodarla u ofenderla con mi comentario, pero es que… no sabía que fuera madre… al menos no luce como las que frecuentan esta tienda… es decir… sólo disculpe mi comportamiento…

El tendero estaba rojo de vergüenza. No sabía qué decir, cómo componer las cosas o dónde esconder la cabeza.

–No tiene nada de qué sentirse apenado don José, los bebés de los que hablo no son realmente mis hijos, sino mis gatos. Ellos son más que mis compañeros, son mi familia. Lamento el equívoco –dijo ella con una sonrisa.

Don Pepe respiró hondo, se abanicó con una revista y agregó:

–Lamento corregirla, pero soy don Pepe, nada de don José, pero si me promete olvidar mi torpeza anterior, yo procuraré olvidar el equívoco que usted ha cometido con mi nombre –dijo y se soltó a reír.

            Yo sólo permanecí de pie, testigo mudo de aquella conversación y haciendo guardia con el buen Cristóbal. Ya no tenía ninguna prisa por llegar a casa, después de todo la razón de mi premura estaba parada frente a mí. Por lo que una vez que la dama terminó sus compras, no dudé en ofrecer mi ayuda y ella, a diferencia de la vez anterior, tampoco dudó en aceptarla de buen grado.

            En el corto recorrido de la tienda a su casa ella se enteró de mi nombre, grado escolar, platillo y día favorito de la semana. Por el contrario, a mí no se me ocurrió preguntarle nada, como si todo lo que debiera saber de ella lo tuviera enfrente de mí. Mas no sólo era su apariencia, había otra cosa, algo que me tenía cautivo, no como cuando atrapas a una mariposa, sino en el sentido de saber que no deberías estar en algún lugar, pero al mismo tiempo no te quieres marchar de ahí.

Sin pregunta de por medio, ella dijo llamarse Natalia y dedicarse a la pintura, específicamente paisajes y retratos de animales.

–Me gustan los atardeceres, sobre todo si los veo reflejados en los ojos de mis bebés. Son toda una experiencia, casi como magia –dijo y se detuvo un segundo a ver mis ojos, tal vez buscando un atardecer.

            Llegamos a su casa y gentilmente me ofreció un poco de limonada. Yo accedí con gusto, aunque no tuviera sed, ni calor.

–¿Vives por aquí cerca? –preguntó mientras me servía un vaso grande con dos cubitos de hielo.

–Sí, de hecho aquí… Bueno… no aquí…, quiero decir que a sólo unos cuantos pasos de esta casa –balbuceé torpemente.

–Qué bien, eso quiere decir que nos veremos por aquí de vez en cuando, ¿no? –agregó y en un vaso más pequeño, y sin hielo se sirvió un poco de agua también.

–No tengo mucha compañía, ¿sabes? No es que me queje, no quiero parecer una mujer sola y triste, pero, de no ser por mis bebés no tendría a nadie –me dijo, con la mirada un poco nostálgica.

–No sé por qué te estoy diciendo esto, el que me ayudes con mis compras no quiere decir que también tengas que escuchar mis pesares. Lo siento, en verdad no quiero incomodarte, simplemente me inspiraste confianza y hablé sin pensar –agregó y puso su mano sobre la mía.

Yo estaba experimentando toda una mezcla de emociones. Sentía una profunda alegría por estar ahí con ella y que me confiara algo tan íntimo, pero también sentía un poco de tristeza por lo que me había compartido.

–Y… ¿dónde están sus gatos? –pregunté para distraerla un poco de sus pensamientos.

–En primer lugar no me hables de “usted”, que vas a hacer que me sienta más vieja de lo que soy, y en cuanto a mis gatitos… seguramente han de estar escondidos por ahí. Son algo tímidos y no les gustan las visitas, son como yo… Pero no me veas con esa cara, para mí tú no eres una visita, recuerda que yo fui quien te invitó. Sólo dales un poco más de tiempo y ya verás que los tendrás por aquí ronroneando y frotando sus cabezas entre tus zapatos –dijo con una sonrisa que dispersó todo el ambiente frío y solitario que hacía unos minutos parecía reinar a su alrededor.

            Tal como me lo había descrito, después de un rato poco a poco empezaron a llegar los gatos, seis en total y todos blancos y rayados. Salían por debajo de los muebles, se asomaban entre los armarios y comenzaron a rondar por todo el lugar, como quien inspecciona lo que es suyo. No los culpo, al fin de cuentas yo sólo era un extraño en un mundo que sólo les pertenecía a ellos. Al cabo de un rato los seis terminaron cerca de nosotros, unos subidos en la mesa, otros tendidos de panza esperando un cúmulo de caricias que no tardaron en llegar, y los demás a sus pies. A todos los recompensó con caricias y palabras amorosas, mientras ellos hacían lo propio, o por lo menos eso me pareció a mí.

            Definitivamente ellos eran su vida y viceversa. Las paredes estaban decoradas con sus retratos y la casa había sido acondicionada de tal modo que ellos tuvieran lugares de sobra donde jugar y esconderse. Incluso el estudio donde guardaba sus pinturas, pinceles, obras terminadas y demás utensilios, había taburetes donde según Natalia, los gatitos se recostaban por horas para esperar que ella terminara de trabajar, y entonces poder reclamar como suyo el resto de su tiempo. Aunque no faltaba aquel que se cansara de esperar pacientemente y exigiera con maullidos la atención debida.

–Por lo general son muy buenos niños. De vez en cuando hacen alguna travesurilla, pero hasta el momento nunca me han hecho ni una sola maldad. Son respetuosos de mis horas de trabajo y eso ha hecho que yo también lo sea con el tiempo que he de dedicarles a ellos. Son muy independientes, por lo que no tengo que estarme preocupando por lo qué hacen o dejan de hacer en su tiempo sin mí, pero sé que si estoy melancólica los seis habrán de ir apareciendo de uno por uno, para abrirme los ojos y demostrarme que mientras ellos estén aquí, no tengo por qué sentirme sola o triste –dijo y me dio un beso en la mejilla como agradecimiento por las horas que había pasado con ella ese día.

Ese era un tipo de propina que nunca busqué antes y tampoco esperaba en esa ocasión, pero no me negué a aceptarla con gusto. Tal vez no podía comprar un helado en la tienda de don Pepe con este tipo de moneda, pero a mí eso ya no me importaba.

            Como dije antes, hoy tendría que haber sido el mejor día de mi vida, pero al final no fue así. Llegué a casa feliz por todo lo vivido esa tarde, pero tan pronto abrí la puerta, mis padres tenían una noticia que iba a cambiar por completo mi vida.

Mi padre había recibido un ascenso en el trabajo. Sus jefes estaban muy complacidos con él y lo habían promovido para que tuviera un mejor puesto, pero ahora en la ciudad, por lo que nos mudaríamos del pueblo.

Mi madre estaba feliz y emocionada. Papá estaba un poco nervioso y ansioso por afrontar ese nuevo reto. Los dos me decían que era una gran oportunidad para experimentar cosas nuevas, y mejores que las que podríamos aspirar en donde estábamos. Pero yo no lucía muy feliz. Ya no lo estaba.

Me dijeron que todo era para bien, que sabían que habría de extrañar a mis amigos, a don Pepe, a Cristóbal y la casa, pero que en la ciudad conocería a nuevas personas e iba a vivir en una casa más grande, cómoda y bonita que ésta.

No importaba lo que me dijeran, yo estaba desconsolado. No podía dejar de pensar que nunca más iba a volver a ver o saber de Natalia.  

-VI-

Después de varios años, dos divorcios y un pulmón enfermo, he regresado al pueblo donde viví mis primeros diez años de vida. Mi pelo ya pinta algunas canas y el pasado me ha dejado huellas que quizás sean menos visibles que mis arrugas, pero sin duda son mucho más profundas que ellas.

El pueblo ya no es igual, aunque lo mismo podría decir él de mí. El tiempo ha pasado y todo este enorme escenario, donde tracé mis primeros caminos y abrí los ojos al mundo, ahora me parece mucho más pequeño. El cielo sigue siendo azul, no tanto como lo recordaba, pero sí mucho más que el que apenas se puede ver en la ciudad. Ahora hay más vehículos, y ya no es tan fácil caminar sobre la calle sin arriesgarse a ser atropellado, por lo que hay que hacer uso de las delgadas banquetas que antes sólo empleaba para hacer garabatos. La plaza central está un poco más sucia y ruidosa, por la enorme cantidad de negocios nuevos y gente que va de un lugar a otro sin parar, ni saludarse siquiera.

Por momentos parece que no he salido de la ciudad. Tal vez no hice bien en regresar. Quizás debí quedarme en mi departamento y recordar al pueblo tal cual era, y no ver en lo que se ha convertido ahora.

            La tienda de don Pepe ya no existe, salvo que se haya cambiado el nombre y ahora venda pizzas a domicilio. ¿Qué habrá sido de él y del buen Cristóbal? Cuando era niño sabía que algún día dejaría de existir la escuela, la plaza central, el templo, pero creía que siempre estaría ahí la tienda de don Pepe. Que equivocado estaba.

Con cada paso que doy por las viejas calles que tantas veces recorrí en mi infancia, se va apolillando cada vez más el morral de mis recuerdos, dejando que más de uno se me escape sin que pueda hacer nada al respecto. Pareciera que han pasado mil años. Ya nada es lo que solía ser y no puedo evitar sentirme triste por todo lo que dejé morir aquí, y por lo que gané y perdí en los años siguientes.

            Poco tiempo después de irnos de este lugar, mamá se divorció de papá, después de que lo sorprendiera en el trabajo teniendo relaciones sexuales con una secretaria. Después del divorcio yo elegí vivir con ella, y los dos nos fuimos a otra ciudad. Yo quería regresar al pueblo, a nuestra vieja casa, pero ella decía que no podía regresar sin que también volvieran los recuerdos.

Años después, mamá se volvió a casar con un buen hombre que cuidó tanto de ella como de mí, sin queja, ni pretexto. Incluso ahora lo veo con más gusto a él, que a mi propio padre, las pocas veces que me lo he encontrado por ahí. Mi madre hizo una buena elección. Yo por mi parte lo intenté dos veces y fallé. Podría decir que la culpa la tuvieron ellas, la ciudad, las prisas, el trabajo, la rutina, pero eso sería engañarme a mí mismo. La culpa siempre fue mía.

Me casé dos veces, pero nunca me comprometí con ninguna de ellas, yo sentía que no podía entregarme a nadie más, después de todo yo ya era de alguien, y esa persona sólo vivía en mis recuerdos. Nunca tuve hijos por la misma razón por la que mis matrimonios nunca duraron más de un par de años. Me he convertido en un hombre patético, enamorado de un recuerdo que ahora bien podría ser sólo un fantasma. Sin embargo tenía que regresar al lugar donde todo había comenzado. Sobre todo ahora que sé que me queda poco tiempo de vida. Al parecer nadie puede pasar más de cuarenta años como fumador y vivir impunemente.

            Estoy a sólo unos cuantos metros de mi vieja casa y no sé si quiero seguir adelante. Hace años que ya no lo es, y ni siquiera sigue siendo de mis padres, ya que la vendieron poco tiempo después del divorcio.

Me siento nervioso, no quiero dar ni un paso más, pero no logro detenerme. Tengo que regresar y ponerle punto final a mis recuerdos. Tal vez ya ni siquiera exista ese lugar, quizás ahora sea un banco o un centro comercial. No sé qué sería más devastador, encontrar la casa aunque sea con otros habitantes, o ver que sobre el lugar donde se cimentaron mis recuerdos ahora hay una cafetería, o algo semejante.

            Estoy cada vez más cerca, hace unos instantes pasé por el último punto donde pude detenerme, pensarlo dos veces y regresar sobre mis pasos, pero ahora no puedo más que seguir.

La que era mi casa es un lote baldío que se vende por un poco más de lo que traigo en la billetera. Y a unos cuantos pasos… No lo puedo creer; la valla, el árbol frondoso con flores amarillas y su casa siguen ahí, como si no hubiera pasado ni un solo día desde que estuve en ese lugar por última vez.

Me acerco con premura, pero tomando mis reservas. Es imposible que todo siga igual que hace tantos años. Tomando en cuenta los cambios que ha sufrido el pueblo, toparme con esto es como encontrar a un triceratops pastando entre un grupo de vacas.

            Sin que aún pueda salir de mi asombro, frente a mí se presenta algo que simplemente no puede ser real. Ella está ahí. En la acera contraria, cruzando la calle y cargando unas bolsas de compras. Es ella… Natalia… Pero no puede ser… Tiene que ser su hija, su nieta o algo así. Sin embargo es ella. Su pelo… su cara… su cuerpo… sus ojos… es ella.

Yo estoy inmóvil frente a su valla de madera. Natalia se acerca y como quien busca algo conocido me mira a los ojos y sonríe.

–Ha pasado bastante tiempo desde la última vez ¿no? Al principio no reconocí tu cara o tus… canas, pero tus ojos son los mismos. Es curioso que ahora sea yo la que luzca mucho menor que tú, ¿no lo crees? Pero eso no me importa, no me importó hace años, ¿tú crees que debería prestarle atención ahora? ¿O es que eres tú el que ya no está interesado? No te culparía si después de tanto tiempo ya no estuvieras enamorado de mí… El que estés aquí me dice que sí lo sigues estando, pero te tardaste mucho, me hiciste esperar demasiado. Aunque nunca dudé que volverías algún día. Después de todo eres mío y siempre lo haz sido –me dice con esa sonrisa que hace de gelatina mis rodillas, y me hace sentir como ese niño soñador que un buen día se enamoró de una bruja.

Ella se me queda viendo en espera de una respuesta. Pone una de sus bolsas en el suelo y alborota mi pelo con la mano que le queda libre. Me hace sentir como si no hubiera dejado de ser un niño para ella. Después se para de puntitas y me da un beso en la frente, como aquella vez. Me acaricia el rostro, y después me da una de sus bolsas de compras mientras me toma de la mano e invita a pasar a su casa.

Junto a ella cruzo el jardín sin ponerle atención al camino. Natalia abre la puerta y me hace saber que este sitio ya no es sólo su hogar, sino de los dos. A nuestro encuentro salen de sus escondites los mismos seis gatitos que conocí hace tantos años. Me reciben como lo que soy; un viejo conocido del que hacía tiempo no habían sabido nada.

Yo no puedo más que sentirme en casa.

-VII-

No sé cuánto tiempo ha pasado desde mi reencuentro con ella. Lo que sé es que ésta ha sido la mejor etapa de mi vida. Ya no soy un niño, aunque ella así me vea. Tampoco soy un adulto, aunque ya tenga mis años. Es más, ya ni siquiera soy un ser humano. Al principio me costó trabajo, pero poco a poco me he ido acostumbrando a todo este pelo, las uñas retráctiles, la comida, la arena y el aseo con la lengua.

Vivo feliz aquí y lo soy más cuando veo lo alegre que ella se pone cada vez que nos ve a los siete. No hay celos entre nosotros, sabemos que nos quiere a todos, aunque me imagino que cada uno se ha de pensar como “el favorito”. No lo sé, tal vez eso sólo lo haga yo. El caso es que de todos los retratos que nos ha hecho, sólo el mío descansa sobre la cabecera de su cama. Y de entre todos los gatitos, sólo yo duermo entre sus piernas y regazo. Creo que tiene sus ventajas que entre tanto felino blanco y rayado, yo sea el único “gatito negro” que tenga “mi brujita”.

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