lunes, 17 de octubre de 2011

-10 a.m. Capítulo IV: La enfermera

Soy enfermera en un hospital que está a las afueras de la ciudad. Pero como soy de recién ingreso mi trabajo ha consistido en hacer listas de inventario, suplir de vez en cuando a alguna recepcionista o dar apoyo a cualquier enfermera superior que me lo pida. Siempre tratando de presentar mi mejor disponibilidad y buen trato a los pacientes. O por lo menos eso era hasta hace unos cuantos días.

            Yo me encontraba en recepción, supliendo a una de nuestras compañeras que después del temblor pidió permiso para retirarse a su casa, y ver si todo andaba bien con su familia, ya que todas las líneas telefónicas se encontraban fuera de servicio o saturadas. Todo marchaba en calma, hasta que la enfermera a cargo del pabellón de maternidad mandó a llamar a todo el personal que estuviera disponible, incluyéndome. No sabía qué estaba pasando, pero nada me hubiera preparado para sobrellevar lo que estaría a punto de vivir.

            Una mujer que estaba a sólo unos días de dar a luz a su primer hijo, empezó a manifestar dolores anómalos en su vientre, sangrados intensos en el área vaginal y tos, acompañada de vómitos de sangre. Se prepararon varias bolsas de plasma para su transfusión, pero siempre parecían insuficientes. El piso de la habitación era una constante mancha roja y maloliente. Los médicos estaban confundidos. La sangre que expulsaba era normal, los estudios no reportaban nada fuera de lo común, y lo más raro de todo era que según el ultrasonido el bebé parecía estar en perfectas condiciones. 

            Muchas de mis compañeras dejaron de asistir los siguientes días. El trabajo se empezó a acumular y sólo las más capacitadas permanecieron al lado de la paciente. A mí se me asignaron otras tareas menores. Parecía que querían tener a la menor cantidad de gente, quizás por temor a que se divulgara la noticia. Pero era demasiado tarde. La única plática posible entre mis compañeras era “el caso del pabellón de maternidad”. Su curiosidad era molesta. Después de todo, estábamos hablando de una mujer que había acudido al hospital para dar a luz, y ahora se encontraba en el umbral de la muerte. Sin embargo era inevitable hablar de lo poco que habíamos visto, incluso delante de otros pacientes.

            En poco tiempo el pabellón de maternidad comenzó a presentar más casos con mujeres embarazadas, que a sólo unos días de dar a luz  empezaban a manifestar dolores anómalos en sus vientres. Al principio sólo era un dolorcito, un poco más fuerte que el de las típicas “pataditas”. Pero poco a poco y en cuestión de horas, experimentaban un dolor más agudo, acompañado de sangrado. Siempre era el mismo patrón y el comentario de algunas de las pacientes era también coincidente. Ante la pregunta obligada de “¿Qué es lo que siente?” La respuesta inmediata era: “Siento como si algo me estuviera desgarrando por dentro”.

De las cincuenta mujeres internadas en el pabellón, la anomalía se había presentado en más de la mitad, pero el primer caso era el más grave, y el que había capturado la atención de todo el personal médico.

            El día que la mujer murió, yo me encontraba cambiándole la venda a un paciente, cuando la jefa de enfermeras entro gritando y bañada en sangre. Yo aparté de inmediato al interno, pensando que ella se encontraba herida, se acercó un médico practicante a verla, mientras yo corría las cortinas de los demás enfermos.

–¡Lo mató, lo mató! –gritaba, mientras que con sus manos temblorosas se tocaba el rostro cubierto de sangre.

Al rato llegó uno de los médicos del pabellón de maternidad, y se llevó consigo a la enfermera y al practicante. A mí sólo me miró muy serio y con la mano me indicó que me fuera a hacer lo mío. Nerviosa, acudí a realizar mis deberes. Pero no podía borrar de mi memoria la imagen de la enfermera bañada en sangre y sus palabras.

Me encontraba tomándole la temperatura a un paciente, cuando una de mis compañeras me hizo una seña a través de la ventanilla de la puerta. Sin leer siquiera lo que marcaba el termómetro, lo guardé y salí sin decir una sola palabra. Afuera ya se habían reunido otras enfermeras. Entonces mi compañera nos contó el horror que había ocurrido en el pabellón de maternidad.

Ella había acudido a ese lugar en búsqueda de un médico que no atendía el llamado de su localizador. Pero al pasar por el cuarto de la mujer de la que todo el hospital hablaba, no pudo soportar la curiosidad y se asomó por la ventana de la puerta. La paciente yacía tendida, conectada a innumerables bolsas de plasma y rodeada de médicos. Repentinamente, la mujer comenzó a convulsionarse hasta que de manera tan abrupta como había empezado, se detuvo. Uno de los médicos movió la cabeza en señal de que estaba muerta y no se podía hacer nada más por ella. Sin embargo algo se movía por debajo de la sábana que cubría su abdomen.

De entre la ropa empapada en sangre y órganos expuestos, se asomaba la cabeza de un bebé con el cordón umbilical cortado y restos de su madre cubriéndole el cuerpo. La jefa de enfermeras lo sujetó con cuidado y limpió para después dárselo al médico responsable. Él lo examinó, escuchó su corazón, palpó su temperatura y mandó al resto de los médicos por algo que mi compañera no alcanzó a escuchar. Entonces ella se arrinconó para no ser descubierta cuando los demás salieran.

Una vez que ellos se alejaron, ella se volvió a asomar por la ventana. Adentro, el médico a cargo seguía examinando al bebé, auxiliado por la jefa de enfermeras, cuando un trozo muy pequeño de carne que se asomaba entre los labios del niño, les llamó la atención. Mi compañera no estaba segura, pero parecía más un pedazo de intestino que cualquier residuo de placenta. Cuando el trozo le fue retirado al pequeño, él gruñó y comenzó a dar gemidos. De pronto, la madre que hasta hace apenas unos minutos yacía inerte, empezó a convulsionarse y el dispositivo que monitoreaba su frecuencia cardiaca empezó a marcar un leve pero constante latido.

El médico le entregó el bebé a la enfermera, y los dos se aproximaron a la madre. Ella abrió los ojos, provocando que tanto él como la enfermera dieran un paso atrás. La paciente se enderezó  con los ojos nublados y el vientre deshecho. De su abdomen se desprendían trozos de carne, sangre y demás órganos. Se movía con dificultad pero muy lentamente alzó los brazos con dirección al bebé.

Esperando la señal de aprobación del médico, la enfermera entregó al niño a su madre. Ella parecía sonreír mientras cargaba con ternura a su hijo. Entonces la mujer extendió gentilmente su brazo izquierdo con dirección al médico. Él se acercó, más sorprendido que temeroso, sólo para que ella lo tomara del rostro, y de varios mordiscos le arrancara el pómulo derecho y la nariz. La jefa de enfermeras salió corriendo aterrada, dando de gritos y bañada en sangre. Cruzó la puerta tan deprisa que ni siquiera prestó atención a la compañera que seguía observando ya con la puerta completamente abierta cómo la madre devoraba dedito a dedito a su propio bebé.

En un inicio no pensaba decirnos nada, pensó que al contarnos no sólo la tacharíamos de loca, sino que su indiscreción le costaría el trabajo. Pero algo que alcanzó a escuchar en la pequeña radio de la recepción, le hizo cambiar de opinión. Las mujeres del hospital no eran los únicos casos. En la ciudad ya se habían reportado otros eventos que se contaban por cientos, en el país por miles y en el mundo por millones…     


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