lunes, 17 de octubre de 2011

El vagón

-I-

Hoy, como cada día, como cada mañana, como cada viernes, Lucía sale de su casa a toda prisa. Ya es cuarto para la hora. Su clase de nueve está a más de veinte minutos de distancia, y la estación del metro a sólo media cuadra.

Agitada, baja los escalones del subterráneo y a sólo unos pasos de la larga fila que está frente a la taquilla, se detiene y busca en su mochila ese boleto salvador que la libre de tener que formarse, y perder de dos a cinco minutos extras, que de por sí no tiene.

Por fin, después de dos segundos de hurgar entre sus cosas, el boleto aparece y ella se aleja, quizás pensando que tuvo suerte por ahora, pero tal vez de regreso todo sea diferente. Sigue de largo y se abre paso por el torniquete y yo la observo, tan cerca como para oler el perfume de su pelo, pero imperceptible para ella. Así ha sido siempre desde que la conocí, hace como un millón de años para mí, aunque para Lucía, si me llegara a ver, sería sólo una cara desconocida más entre la multitud de rostros que la rodean.

            Después del torniquete, Lucía va directo a los andenes a esperar el vagón. La estación es un mar de gente apática e indiferente, un cúmulo de individuos solitarios que ya tienen bastante con su propia existencia, como para preocuparse por la de los demás. Algunos de ellos voltean a ver su reloj, para saber si van a tiempo o habrán de llegar tarde. Otros miran a los demás, como si los otros sólo fueran parte de una escenografía puesta ahí para ser observada mientras se espera que el tren haga su aparición.

A algunos no les basta con sólo ver y tocan. Desde un rozón, disfrazado de involuntario. Hasta una mano, amante de lo ajeno, que se lleva el bolso o la cartera del vecino. Se pierde por completo la noción del otro como un fin en sí mismo, y tan pronto como el carro del tren llega, todos quieren ser los primeros en cruzar la puerta en pos del mejor lugar, ya sea que encuentren un asiento vacío o tengan que emprender el camino de pie.

Lucia no es la excepción, aunque su tamaño menudo y poco peso la hacen más una víctima involuntaria de la ola que se abalanza hacia el interior del vagón. Nada de “dejar salir antes de entrar”, más bien “la vida es corta y no hay tiempo ni lugar para la cortesía”.

            En esta ocasión Lucía tampoco encontró un asiento libre. Quizás los caballeros se encuentran exhaustos, extintos o han abordado otro vagón.

Adentro las cosas son más o menos lo mismo que en el andén, con excepción del espacio. La apatía es el denominador común y las miradas buscan el menor entrecruzamiento posible, cosa difícil pero evidente, porque tan pronto alguien nota que se le está mirando, el observante muda su vista hacia otro lugar, o hace como que ve para otra parte.

Lucía observa su reloj y hace una pequeña mueca que quizás sólo yo he notado. Se muerde levemente el labio superior y exhala, dando a entender que ya nada depende de ella y todo está en manos del tiempo que haga el metro en llegar a su destino.

En un rincón sin asiento y pegada a la salida, Lucía ve su reflejo en el cristal de la puerta. Se observa detenidamente, casi como si fuera otra persona. No se entera de la niña que sentada a un lado de su madre, mira con curiosidad sus lentes y el minúsculo llavero de peluche que cuelga de su maleta. Ni de la sombra que a sólo unos pasos detrás de ella susurra y desaparece. No muy lejos de ahí, mi mirada también se pierde entre la multitud.

A veces me gusta adivinar qué piensa la gente que me rodea. En ocasiones, incluso con sólo ver a alguien puedo sentir qué es lo que está pensando o sintiendo; a veces miedo, dolor, ansiedad o alegría… Aunque casi siempre es soledad. Por otra parte, si busco mi mirada en un reflejo sólo percibo el vacío.

-II-

Llegamos a la primera parada. Salen unos y entran un poco más de los que se fueron. El único asiento abandonado es inmediatamente ocupado por un “muy bien educado caballero”. Lucía permanece en el mismo sitio, mientras ve de reojo el símbolo de la estación en la que nos encontramos, como si esperara que milagrosamente hubiéramos avanzado más de una escala, o quizás sólo toma conciencia del tiempo transcurrido y de las estaciones que aún faltan por recorrer. El metro pita, sus puertas cierran y continuamos la marcha.  

Lucía descansa los ojos y en ese preciso instante hay una falla de energía que apaga las luces y obliga al convoy a detenerse.

Entre los murmullos y el llanto de un bebé se puede oír el malestar de los pasajeros. En un segundo, la atención se enfoca en un mismo incidente, el cual queda resuelto un par de minutos después. La luz del vagón vuelve, el convoy recobra su marcha y el interés común desaparece. Sólo queda una parpadeante lámpara, como resaca de esa ligera contrariedad.

Bajo la luz de esa bombilla indecisa, que no termina de prenderse o apagarse, Lucía voltea a ver su reloj. Tras enterarse de la hora, su expresión de “ya no es más cuarto para las nueve”, se ve abruptamente desplazada por una mirada de asombro, y algo de miedo. En el reflejo de la ventana, en la que hacía apenas un minuto sólo veía su imagen, observa a una mujer con el rostro borroso que con la cabeza casi recargada en su hombro, parece mirarla con atención. Lucía voltea con rapidez, pero no hay nada semejante atrás de ella. Se le ve inquieta, aunque quizás crea que sólo fue su imaginación. Tal vez piense que esa luz intermitente la está haciendo ver cosas que no están ahí, a lo mejor no durmió bien o sólo es el estrés de saber que va a llegar tarde de nuevo. Entonces respira profundamente y para no pensar más en ello saca de su mochila un cuaderno y se pone a leer.

Lucía no lo sabe, pero la mujer del reflejo no es fruto de su imaginación. Yo también la he visto y no es la única que deambula entre los pasajeros. Por alguna razón no los puedo ver a todos juntos, pero por momentos los veo aparecer de a uno por uno, en relevos, como si no pudieran interactuar entre sí. Quizás ni siquiera saben de la presencia de los otros. Pienso que son fantasmas, o al menos se ajustan a la idea que tengo de ellos. No es que sea una experta en estos temas, pero no es la primera vez que los veo, aunque sólo lo pueda hacer cuando estoy cerca de Lucía. No sé si ella los atrae o es mera coincidencia y ellos siempre están entre nosotros.

La primera vez que los vi me asusté muchísimo. Recuerdo que pensé que algo debía de estar mal en mi cabeza. Pero poco a poco me he ido acostumbrando. Ahora los veo como pasajeros habituales que se distinguen de los otros porque en vez de evitar al vecino, parecen hacer todo lo posible por darse a notar por los demás.

Está el caso de aquella pequeña niña que aparece recostada en el regazo de la mujer que está sentada en el primer asiento. La mujer no parece darse por enterada, pero la niña cada vez que aparece, luce bastante complacida con ella. También está aquel señor de bastón, que desde un rincón suspira, voltea la cabeza de derecha a izquierda y se va, como si buscara a alguien que para su desgracia, nunca encuentra. Hace apenas un instante observé a una mujer mayor que con dulzura acariciaba la cabeza del bebé que durante el apagón se echó a llorar inconsolablemente, pero ahora que se le ve más calmado y ha empezado a quedarse dormido, ella se ha ido, dejándolo entre los amorosos brazos de su madre.

También hay algunos de los que no distingo rostro o figura. Sólo se presentan como sombras que deambulan sin destino, como si no les importara nada más que su propia soledad. Simplemente pasan por entre la gente y se siguen de largo, como si para ellos el vagón estuviera siempre vacío. Así como es asfixiante tener a tanta gente a nuestro alrededor, debe ser triste tener todo este espacio y no poder compartirlo con nadie.

-III-

Hemos llegado a una parada más. Casi nadie baja pero sí que entran. A veces pienso que los vagones del metro y todo el transporte colectivo se rigen por leyes distintas a las de la física convencional, porque sin importar que tan llenos vayan, siempre hay lugar para un pasajero más.

Lucía se arrincona, y a su lado un par de niñas de secundaria platican y comparten la fruta que una de ellas lleva en un recipiente de plástico. No parece que tengan alguna intención de ir a su escuela. Sólo ríen, charlan, hacen muecas y comen trozos de melón. Absortas en sus juegos, no se dan cuenta de que desde que entraron y empezaron a comer, un ser con la quijada dislocada ha estado remojando su lengua en el jugo que ha soltado la fruta en el recipiente. No es una escena agradable, pero si me estuviera pasando a mí, preferiría que nadie me lo hiciera saber. Quizás esto se agrupa entre las cosas que más valdría no conocer nunca.

-IV-

Una parada tras otra y los ojos de Lucía se cierran contra su voluntad. El vaivén del vagón la adormece y el cuaderno que recién estaba leyendo se sostiene por pura suerte entre sus manos. Pese al arrullo del carro y el dióxido de carbono, Lucía no se queda dormida, sólo un poco atontada. Lo suficiente como para pasarse de estación. Pero apenas se da cuenta de ello, logra salir un segundo antes de que el vagón pite y cierre sus puertas. Yo ya la espero afuera, desde donde no he dejado de ver a las sombras que prendiéndose y apagándose, se marchan con el tren.

Lucía sigue su marcha, y aunque yo ya no quisiera seguirla, hay cosas que no se pueden evitar. Ella camina deprisa y con paso firme se dirige a los torniquetes de salida. Su suéter se atora en una de las palancas, pero de un enérgico jalón lo zafa. No está dispuesta a que nada le haga perder más tiempo.

Como en una pesadilla, mis pasos se vuelven cada vez más lentos y las piernas más pesadas. Al mismo tiempo, ella parece ir cada vez más aprisa y seguirle la marcha me resulta casi imposible.

Sube las escaleras del subterráneo, mientras yo sólo veo cómo se aleja cada vez más de mí. Le grito que se detenga, pero no me oye, nunca lo hace.

Por fin, logro salir de la estación pero ya es demasiado tarde. Sólo oigo el rechinar de llantas de un automóvil, y un golpe seco acompañado de un grito. Lucía está tirada en la calle al borde de la muerte, mientras el irresponsable conductor ya se ha dado a la fuga.

De nuevo la pierdo. Hoy tampoco he podido hacer nada para salvarla. Ya en una ocasión di mi vida en la mesa de operaciones para darle al mundo lo mejor de mí; a Lucía, mi hija.

Ya no era joven y los médicos me habían advertido que el parto habría de ser complicado y peligroso para ambas, pero Lucía era mi última oportunidad de ser madre. La situación no era fácil, pero en la vida casi nada lo es. Cuando el médico fue con mi marido a preguntarle cuál de las dos habría de sobrevivir, él sabía perfectamente que no le perdonaría nunca sacrificar la vida de nuestra hija para salvar la mía. Desde entonces no he hecho otra cosa más que observarla desde las sombras.

Lucía nunca estuvo sola ni un instante, menos ahora. Le sostengo su mano y muero con ella una vez más. Cierro los ojos y pienso que quizás pude haberle advertido de alguna manera. Si tan sólo hubiera podido hacer algo para evitar que hoy saliera de casa, detenerla contra su voluntad, o incluso hacerla enfadar el tiempo suficiente para evitar que cruzara la calle en ese preciso instante. Si tan sólo tuviera otra oportunidad…

-V-

Hoy, como cada día, como cada mañana, como cada viernes, como siempre, Lucía sale tarde de su casa a toda prisa…


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