lunes, 17 de octubre de 2011

El enterrador

Tengo tantos años en este pueblo que no guardo memoria de nada que me hubiera ocurrido fuera de aquí. Desde muy pequeño aprendí a sembrar, cuidar y vivir de los frutos que me daba la tierra. Pero desde hace más de cincuenta años, las semillas no han sido lo único que he tenido que cubrir con mi pala, y no sólo plantas he visto emerger de este suelo.

No recuerdo cuándo pero desde muy joven empecé a trabajar en el cementerio. Hacía tiempo que mis padres habían muerto y yo pasaba más tiempo junto a sus tumbas que con ellos cuando estaban vivos. Me atraía su silencio y su paz. Además de ver cómo la vida se abría paso entre la muerte; cuando de la grieta más pequeña brotaba la hierba más verde o sin la menor reverencia, los animales rastreros asomaban la cabeza entre los nichos, santos, vírgenes, cristos y floreros.

Al principio comencé como ayudante de uno de los que limpiaban las tumbas, a cambio de algunas monedas. Aunque eso de ser su “ayudante” era sólo un decir, porque era yo el que limpiaba las lápidas y cortaba la mala hierba, mientras él sólo cobraba el trabajo. Del dinero recaudado, a mí siempre me tocaba la fracción más pequeña y a él los pocos billetes que lográbamos juntar a lo largo del día. Yo almacenaba mis centavos en un recipiente de aluminio de buen tamaño, mientras él se gastaba su miseria en botellas de alcohol. Así fue siempre, hasta que una mañana lo encontramos muerto entre las lápidas, junto a una botella de aguardiente. Algunos dijeron que los espíritus le cobraron la vida por sus malos hábitos. Pero yo siempre pensé que fueron sus malos hábitos los que se llevaron todo.

Con el paso de los años, de ayudante me convertí en limpiador de tumbas. El trabajo era el mismo, pero ahora era yo el que cobraba a los clientes por mi propio esfuerzo. Salvo por una cuota que le tenía que dar al líder de los limpiadores y un extra por “donación voluntaria” a las autoridades del cementerio.

Poco a poco mi envase de aluminio se fue llenando hasta que no cupo ni un centavo más. Pasaron años de tener que limpiar lápidas y de comer lo que me daba la tierra (sobretodo raíces y caracoles), pero por fin tenía un poco de dinero para regresar y casarme con Ana.

Me había jurado a mí mismo no salir de ese lugar hasta conseguir llenar mi lata de aluminio, para tener algo que ofrecerle a mi amada y hacerla mi esposa. Éramos muy jóvenes, pero Ana había prometido esperarme y yo juré volver por ella.

Para mi desgracia, cuando bajé a la plaza central me enteré de que uno de los dos no había cumplido su compromiso. Ana ya se había casado y en su vientre llevaba su segundo hijo.

Yo sólo la miré de lejos, mientras ella caminaba con una niña, al lado del que hacía un par de años se convirtió en su marido. Se veía feliz y yo no me sentí con derecho de entrometerme en su vida. Dejé la lata de centavos sobre la acera y regresé al cementerio, para nunca más salir de ahí.

            Conforme fue pasando el tiempo, dejé de ser limpiador de tumbas y me convertí en lo que sigo siendo hasta el día de hoy; el enterrador del pueblo. Con la ayuda de mis manos, pala y pico, he abierto tantos agujeros en el suelo y mi rostro se ha llenado de tanta tierra, que ni el mismo Dios ha de ser capaz de reconocerme, si es que no me ha olvidado del todo.

He cavado las tumbas de las personas “más importantes” del pueblo; llenos de flores, música y gente que los acompañan en su último cortejo. Así como he hecho lo propio para  los “olvidados”; sin flores o música, ni más compañía que este viejo enterrador.

Por lo general, a mí me da lo mismo si la persona a la que estoy sepultando ha cenado con el Papa, Dios, el Diablo o sólo con la Muerte. Pero tengo que admitir que no todos terminan siendo iguales para mí. Hace unos años enterré a mi último vínculo con la vida fuera de este lugar; a mi querida Ana.

Con todo mi amor, cavé el lugar que le serviría de última morada. Su esposo, tres hijos y seis nietos lloraban en voz alta, lo que yo no podía sino gritar con la pala y el pico contra la tierra. Desde entonces, todas las noches comparto mi cena con los muertos en dos lugares distintos, un tiempo estoy con mis padres y después me voy con mi dulce Ana.

            En una ocasión, después de despedirme de los muertos, me metí a dormir en mi fosa particular, que es como le llamo a la pequeña casa de troncos donde paso las noches. No tenía mucho tiempo de haberme recostado, cuando escuché unos pasos y a los pocos minutos tocaron a la puerta. Después de toda una vida en el cementerio, he visto desde sombras que deambulan, hasta tumbas que crujen por dentro y dejan escapar sollozos, por lo que es difícil que me asuste por cualquier cosa. Pero me pareció un poco extraño que tocaran a la puerta. Los espíritus nunca lo hacen; sólo entran, platican un rato y luego se van.

Sólo por prevención, cogí la pala y abrí la puerta. No fuera a ser algún vivo el que estuviera detrás.

Frente a mí se encontraba parado un hombre, no muy joven ni tan viejo, estaba pálido y se veía un poco confundido.

–Perdón por venir a molestarlo tan noche, pero es que no sé dónde estoy ni cómo vine a parar aquí, sólo desperté y me vi rodeado de tumbas y… muertos –dijo, tomó un respiro y cayó de rodillas.

En sus ojos pude ver que aquel hombre tenía más miedo que yo. Entonces solté la pala y le di una palmadita en el hombro, para confortarlo. En ese momento le noté una herida muy fea en la base de la nuca, demasiado grande como para salir vivo de ella. Era evidente que aquel hombre no estaba extraviado, sino que era un residente que no se había percatado o no quería aceptar su nueva condición.

Lo hice pasar a la casa y platicamos toda la noche. No podía permitir que saliera del cementerio y asustara a cualquier incauto trasnochado que pudiera estar por ahí.

A la mañana siguiente le di una visita guiada por el lugar y al poco rato se desvaneció frente a mis ojos. El sol me saludó con su calor y brillo, mientras regresé a la casa por mi pala, pico y sombrero. Ya dormiría más tarde, siempre hay algo que hacer por aquí y no es justo desperdiciar la luz de un hermoso día. Sin embargo, desde esa noche opté por dormir entre ratos en mi jornada. Porque a partir de entonces, tan pronto se oculta el sol, aquel mismo hombre toca a mi puerta sólo para decirme que le perdone la hora, pero es que no sabe dónde está ni cómo es que llegó a este sitio.

Nunca le he tenido miedo a los “aparecidos”. Es de los vivos de los que hay que tener cuidado. Pero eso no significa dejar de sentir respeto por los muertos.

En ocasiones, cuando doy mi ronda, experimento una soledad que no emana de mi pecho sino de las tumbas. Entonces me siento a un lado del lugar donde percibí ese vacío, y me pongo a platicar con la tierra, las piedras, lápidas, los muertos, gusanos y árboles. El cementerio absorbe mucha tristeza y soledad, tanto de los que vienen a dejar como de los que se quedan, pero al hablar creo que la tristeza se dispersa y la soledad se siente un poco más acompañada. Ignoro si hay un Dios allá arriba o acá abajo, pero en esos momentos siempre me he sentido recompensado y en paz con la muerte y conmigo mismo.   

La vida sigue y poco a poco he notado que el cementerio se ha ido quedando vacío. No hablo de los muertos, ellos siempre están aquí, sino de sus deudos. Asimismo, no he tenido que cavar ni una sola fosa en… no sé cuánto tiempo. Quizás la gente ha aprendido a no morirse o tal vez ya he enterrado a todo el pueblo. Por lo que sólo yo deambulo por entre las tumbas y corredores. Ya no hay limpiadores de lápidas, y desde que el último administrador murió no ha habido nadie que ocupe su cargo en la oficina. Sin embargo yo no he dejado de ver por el lugar, y a no ser por las flores que dejo crecer en los maceteros, las lápidas permanecen limpias y la maleza cortada.

Nunca había experimentado tanto silencio y tranquilidad. Pero no estoy solo, el cementerio es mi pueblo, los muertos mi familia y yo... Bueno, yo sólo les hago compañía.           






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