La
ciudad despierta aún antes de que lo haga el sol. La oscuridad me acompaña y yo
sigo el camino de una legión de “zombis” que van atropellándose entre ellos,
con las miradas perdidas, e inmersos en sus propias preocupaciones o en las
diminutas pantallas de sus dispositivos personales de comunicación. Tienen
tanta prisa que a veces me pregunto si son aún conscientes de su propia
“finitud”, o se ven a sí mismos como un puñado de hormigas que marchan sin
descanso, sólo por seguir su “naturaleza”.
Día a día es lo mismo; “quejas”,
“gritos”, “insultos” y “gemidos”. Algunos parecen más conscientes que otros y
arengan sobre asuntos que prometen una chispa de vida, entre tantas miradas
vacías, pero al final se vuelcan en la misma podredumbre, una que “vuela como un
billete y gira como una moneda”.
Trabajo más de ocho horas al día en
un lugar que cada vez me ha vuelto más miserable. No me gusta lo que hago, no
disfruto de mi hogar, ni de mi familia, y estoy seguro que el sentimiento es
recíproco. Sé que mi mujer se acuesta con su jefe, y a juzgar por su mirada, lo
ha de disfrutar tanto como un gorrión de la compañía de un gato. Ella bien
podría conseguirse otro trabajo, pero no lo hace, y no la culpo, ¿qué otra cosa
puede hacer siendo un zombi?
A veces me siento el único hombre
vivo sobre este planeta, pero el vacío en mi pecho y el eco en mi cabeza, me
desengaña. Bien podría detenerme, cambiar de ruta, separarme de mi mujer, irme
de la ciudad, perderme en una isla desierta, pero no lo hago. Quiero hacerlo,
lo necesito para volver a sentirme un ser humano, pero aún así no lo hago y
sigo mi camino. De reojo miro el reloj y continúo sin ganas de nada.
La prensa vende muerte y los
cadáveres se desangran entre sus páginas. ¡Qué envidia! Mientras uno sigue
aquí, dejando escapar la vida o quizás simulando que aún vivimos. Andamos sin
rumbo, aprisionando el instinto, flagelando la tierra, enviciando el aire y
enturbiando las aguas.
Sólo un par de ideas me sacan de la
rutina; dos chispazos que hacen que al menos una vez al día se dilaten mis
pupilas, devolviéndole un poco de humanidad a este trozo de carne gris y
pútrida. Lo primero que se me ocurre es conseguir una sierra eléctrica y
arrasar con cuanto zombi encuentre en mi camino. Sin duda le haría un enorme
favor a este planeta, pero desisto. Y lo segundo es adquirir un revólver y
exterminar a mi peor enemigo: “yo mismo”. Sólo así se terminará este vivir sin
vida y sentir sin sentido. De un plomazo en el cerebro, sólo por si las dudas,
como un maldito zombi.
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