martes, 17 de abril de 2012

Todo va bien

Por casi diez años, mi esposa y yo pensamos que lo nuestro era para toda la vida. Como cualquier pareja, habíamos tenido problemas y malentendidos, pero nada que pusiera en riesgo la relación, y mucho menos nuestro amor. Nos conocíamos muy bien y antes que amantes, éramos amigos, por lo que nos procurábamos y respetábamos mutuamente. Por eso el día que nos dimos cuenta de que nuestra relación no parecía dar más de sí, decidimos conversarlo como amigos, sin abogados de por medio.

            Yo la amaba, de hecho aún lo hago, y ella a mí, pero sin darnos cuenta caímos en la rutina, y todo eso que antes nos consolidaba como un equipo, dejó de ser una aventura, para convertirse en costumbre y monotonía. Había muy poco que me sorprendiera de ella y viceversa. Cada día era lo mismo. Hasta hacer el amor dejó de ser el juego de dos enamorados, para convertirse en un acto repetitivo que no nos satisfacía a ninguno de los dos, pero que era nuestra rutina; ya sin arrumacos al oído, caricias, ni cuerpos entrelazados.

            Para discutir al respecto nos reunimos en el restaurante de siempre, donde antes pasábamos horas frente a una taza de café, platicando de proyectos y tonterías. Ese lugar era parte de nuestra historia, y habría de ser el escenario donde veríamos si ésta seguiría siendo una, o cada quien dibujaría sus propios trazos en lienzos separados. Posibilidad que estrujaba mi corazón, pero bien sabía que a veces es mejor decir “adiós” que “te odio”.

            Como lo habíamos acordado, cada quien llegó por su lado, pero puntuales, porque sabíamos que no podíamos darnos el lujo de llegar tarde. Ella se veía preciosa, con muy poco maquillaje, su pelo suelto y aquel vestido que se estrenara el día de su cumpleaños. Estaba divina, aunque podía ver en sus ojos que esa situación le era tan poco placentera como a mí.

            Nos saludamos cordialmente, más como amigos que como pareja, pero en ese fugaz beso, entre labio y mejilla, pude sentir que ella también pondría todo de su parte con tal de que ésa no fuera nuestra última reunión.

            Hablamos del estado del tiempo y la temperatura, mientras hojeábamos el menú y nos tomaban la orden. Hacía frío y todo indicaba que sólo era el inicio de un crudo invierno. Después conversamos de política, los cambios en el gabinete del presidente, las próximas elecciones, etcétera. Parecía que ninguno de los dos estaba dispuesto a dar el primer paso, aunque supiéramos que era necesario darlo, ya fuera para atrás o para adelante.

            Al tiempo que nos sirvieron los alimentos, y entre una cosa y otra, tomé la iniciativa y empecé con el mejor de mis argumentos; le dije que la amaba y que ella siempre sería la mujer de mi vida. Con los ojos llorosos y la voz entrecortada, ella me señaló que ése no era el problema, hecho que también yo sabía, pero no dije nada y dejamos que el silencio hablara por los dos. En eso, unas risas llamaron nuestra atención.

Un par de mesas más adelante, una pareja parecía estar celebrando algo. El señor tendría unos setenta años y la señora quizás un poco más de sesenta, pero se besaban, conversaban y reían como si tuvieran menos de veinte. Se veían felices y plenos, al grado que casi nos podíamos imaginar el amor que ambos se profesaban.

            Entonces mi esposa me tomó de la mano y dijo: “Si ellos han podido… ¿por qué no habremos de lograrlo nosotros?”

            Sus palabras reanimaron mi espíritu y sus ojos se iluminaron, luego nos dimos un beso en los labios para sellar nuestro acuerdo, entrelazamos nuestras manos sobre la mesa y sin decir nada, juramos hacer todo lo posible para lograr que nuestro amor no desfalleciera antes que nosotros. No era un “borrón y cuenta nueva”, las heridas debían cicatrizar y los olvidos atenderse, pero estábamos dispuestos a darle vuelta a la hoja y escribir en una nueva página los dos.

            Antes de pedir la nota de consumo, y aprovechando que mi esposa había ido al baño, y que la pareja que nos había inspirado estaba por marcharse, me armé de valor para acercarme a ellos y agradecerle por lo que indirectamente habían hecho por nosotros.

            –Disculpen mi atrevimiento, pero quiero que sepan que su muestra de afecto ha salvado mi matrimonio. No pretendo ofenderlos, pero al ver que una pareja como ustedes ha prosperado a través de los años, nos ha invitado a mi esposa y a mí a pensar mejor las cosas y valorar lo que realmente es importante –les dije, casi sin respirar.

            La pareja me vio extrañada, pero después de un silencio un poco incómodo, el señor le pidió a su compañera que se le adelantara para hacer fila en la caja de cobro. Luego me miró muy serio y dijo:

            –Ella no es mi esposa, la mía me dejó hace más de veinte años, de hecho me cambió por otro. La mujer con la que me ha visto hoy es mi socia, hemos estado saliendo desde hace un par de meses y hasta ahora… todo va bien. ¡Suerte con su matrimonio! –remató con una sínica sonrisa, y dándome una fuerte palmada en el hombro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario