Después de un arduo día de trabajo, filas
interminables para tomar el autobús, y la multitud de desconocidos, apáticos,
cansados, molestos y al borde del colapso, como ella, al fin llega a su frío y
desolado departamento. Ya hace mucho que no le puede llamar a ese sitio “su
hogar”, pero sigue siendo el lugar donde se despoja de todo.
Su
bolso es pesado; está cargado de papeles por revisar, documentos por llenar y
un teléfono apagado. Por eso es de lo primero que se deshace, aligerando su
hombro y abandonándolo sobre la mesa de centro. Después se quita el reloj de
pulsera, le sigue el saco, y se encamina a su habitación.
La
cama está impecable, hace meses que sólo la usa para dormir, y a veces ni para eso.
Piensa tomar asiento, desacomodar un poco las sábanas, quitarse las zapatillas
y dejar que el tiempo pase, como si no hubiera un “mañana”. Pero se queda de
pie, y así se descalza, con la mirada fija, como ausente, perdida o hipnotizada.
El
frío recorre la planta de sus pies hasta alcanzar la espalda, provocándole un
estornudo, que resuena con eco en el pasillo, pero no hay quién le diga:
“salud”.
Camina
hasta el baño, y frente al espejo se quita los aretes, se deshace de la cinta y
los pasadores con los que aprisionaba a su pelo, y abre el grifo. Llena el
lavamanos hasta el límite y zambulle su rostro en el agua helada. Después de un
rato e ignorando cuánto tiempo ha pasado, abre los ojos, pero no saca su cabeza
hasta que su cuerpo le exige un respiro.
Abre
la llave de la regadera y vuelve su mirada al espejo. Delante de él, se desabotona
poco a poco la blusa, la deja caer y hace lo propio con la falda. Después se
despoja de las medias, y le sigue su ropa interior, que al igual que el resto,
termina en el suelo; sin vida ni voluntad, como ella.
Se
mete a la regadera y las gotas golpean delicadamente su piel desnuda,
devolviéndole por un instante las ganas de vivir. Frente al fluir del agua
tibia, siente cómo se quita de encima las presiones del día, disminuye la
tensión de sus hombros, así como se regulariza el ritmo cardiaco y su
respiración.
Poco
a poco, siente cómo su piel se desprende del cuerpo, la grasa, los músculos,
sus vasos sanguíneos y nervios se separan de los huesos, se disuelven los
tejidos de sus órganos y se diluye la sangre, que se arremolina, como un coctel
carmesí hirviendo, con dirección al desagüe.
Hasta
que suena el teléfono.
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