Tengo
hambre, pero el mundo sólo me ofrece un caramelo; no me lo regala, eso sería
esperar demasiado, sólo me lo enseña, sujetado por una chiquilla que camina de
la mano de su madre. Tan cerca que percibo el dulce perfume de la cereza, pero demasiado
lejos como para arrebatárselo y salir corriendo.
Tengo frío, pero no poseo más cobertor que esta vieja
gabardina y un cielo gris, tan apático y distante, como los transeúntes que me
ven y hacen como si no existiera. Pero no los culpo, porque yo solía hacer lo mismo,
hace sólo un par de años.
Tengo sed, pero mis lágrimas son escasas, y la lluvia es demasiado
ácida como para beber de ella, por lo que me siento como un naufrago en una
balsa, rodeado de agua, pero sediento hasta la médula.
Tengo hambre, pero lo que quisiera ahora no es comida, sino
una botella de agua ardiente; para poder ahogar mis penas, intoxicar mi memoria
y olvidarme de todo.
Podría recapacitar, y tal vez reconocer que esta obsesión
de buscar alcohol en vez de pan, es lo que me ha dejado justo donde estoy; en
la calle, solo y olvidado, como un viejo grafiti en la pared. Pero no es así,
porque los que me han dejado acá tirado, como un trozo de papel usado, plano,
sin vida, sin color ni brillo, no fueron la botella ni el licor, sino tu
volátil corazón y la testarudez del mío, que no supo aceptar el hecho de que
nunca serías para mí.
En vez de la dulzura de tu miel, ahora bebo la amargura del
recuerdo que me dejó la calle, en la misma esquina donde te conocí aquella noche,
cuando me vendiste tus caricias, con tanta sutileza que me hiciste olvidar que
era yo el que te pagaba.
Pero eso fue sólo esa noche, que a pesar de haber durado
meses, para mí siempre fue la misma; sólo un instante de placer, calor, vida y
amor, que terminó el mismo día que me quedé sin efectivo, y en vez de un beso,
aunque fuese de despedida, me arrojaste una botella de alcohol; tan vacía como
mi negocio, mi cuenta bancaria y mi existencia.
Tengo hambre, pero incluso la niña del caramelo se ha ido
con su madre, y sólo quedo yo, con un cartel que suplica por un poco de
alimento, una barba cada vez más larga y encanecida, como las calles que, cómplices
y silentes, atestiguan tus pasos.
Cada noche es lo mismo, llegas con esos tacones altos, esa
sugestiva minifalda, el pelo suelto, cobijando tus hombros desnudos, los labios
pintados de fuego, y un cigarrillo ardiendo entre tus dedos, que al igual que
yo, jamás volverá a tocar tu boca.
Tu rutina y la mía, se conjugan, hasta que el frío de la
madrugada nos sorprenda. A ti en las sombras de aquella esquina, o entre las
sábanas frías de aquel hotel de mala muerte, y a mí entre estos muros, como un
recuerdo más, trazado en la pared.